viernes, 30 de marzo de 2018

Fin de viaje

Tengo que reconocer que hasta ahora había pasado por la literatura holandesa de refilón, casi de puntillas. No, no es pereza ni manía personal, sino desilusión o desánimo al comprobar el escaso número de obras de autores neerlandeses que se publican en España. De repente, se me vienen a la cabeza cuatro nombres, aunque hay alguno más: Harry Mulisch, Cees Nooteboom, Hella S. Haasse y Gerbrand Bakker, de quien leí con sumo interés —y más que interés, admiración— Todo está tranquilo arriba (Boven is het stil, 2006; Rayo Verde, 2012) hace unos años. A la lista hay que sumar ahora a Toine Heijmans, un periodista y escritor neerlandés que ha logrado un importante reconocimiento internacional gracias a su novela En el mar (Op Zee, 2011; Acantilado, 2018) en la que cuenta la historia de un hombre que rompe todos los lazos que lo unen con lo más próximo que tiene para navegar durante tres meses a través del Atlántico y el mar del Norte en un velero llamado Ismael. Lo mejor de En el mar es su atmósfera cerrada y sofocante, como un mal sueño: “Los niños apenas distinguen entre el sueño y la vigilia. Ojalá les sucediera lo mismo a los adultos. Para mí, la realidad puede ser un sueño. Y viceversa”. Heijmans nos envuelve en los pensamientos de su protagonista, Donald (su nombre es una alusión a Donald Crowhurst, un navegante solitario desaparecido en el mar en 1969 a quien Heijmans cita), que espera volver convertido en un mejor marido para su mujer Hagar y un mejor padre para su hija María de siete años. Los dos han acordado que María lo acompañe en la etapa final del viaje, las 200 millas de Thyborøn a Harlingen. Casi al final del viaje, con el puerto a la vista, todo se vuelve insignificante ante la hecatombe: María desaparece del barco. Donald no puede encontrar a su hija. Nadie mejor que él —al igual que el narrador de Moby Dick, Ismael— para ir recomponiendo su historia en un clima de tensión sostenida que descansa hábilmente en breves escenas de impresionante intensidad. Ni un segundo pierde interés cada pormenor de esta travesía, y quizá sea por la enorme trascendencia humana que llega a alcanzar esa voz que maneja nuestro ánimo mientras se relata a sí misma: “Debería estar agotado, pero no noto ningún cansancio. Después de pasar dos noches sin dormir siento una lucidez de la que no me puedo fiar”. Fíense, fíense. En el mar es una novela única y original, mírese por babor o por estribor. Rompe moldes y ensancha horizontes.




“El mar no es amigo de nadie. El agua no tiene sentimientos ni historia. No hace nada, simplemente existe. Si asesina o ahoga a alguien, lo hace por la propia estupidez de uno mismo. El mar no es amigo ni enemigo. [...] El problema del ser humano es que lo humaniza todo. El ser humano cree que el agua tiene un plan. Quiere ser más fuerte que el agua, mientras que el agua es lo que es: agua, sin pensamientos, sin segundas intenciones”.

Toine Heijmans, En el mar


domingo, 25 de marzo de 2018

Nos vemos allá arriba

El día que Paolo Cognetti publicó El muchacho silvestre (Il ragazzo selvatico. Quaderno di montagna, 2013; Minúscula, 2017), ya quedó claro que lo suyo no podía consistir solo en poner negro sobre blanco. El libro me impactó como una piedra que no ves venir. Se trataba de un diario, una autobiografía explícita y ratificada por el propio Cognetti en varias entrevistas, donde el autor italiano cuenta su decisión de abandonar su ciudad natal, Milán, ahogada por la crisis económica, e irse a vivir una temporada al Valle de Aosta, situado en la Italia noroccidental, limitando al norte con Suiza y al este y sur con el Piamonte, donde están las montañas más espectaculares y los glaciares más grandes de Italia. En su nuevo libro, Las ocho montañas (Le otto montagne, 2017; Literatura Random House, 2018), planteado esta vez de manera ambigua entre lo verídico y lo ficcional, Cognetti se vuelve a poner las botas de montaña para proseguir su huida hacia cumbres más altas y severas: las Dolomitas. Una de las cosas que más sorprenden tras leer varías críticas de este libro, galardonado con el Premio Strega y el Premio Médicis a la mejor novela extranjera en Francia, es que sea descrito como una novela ecologista sobre las relaciones de los seres humanos con la naturaleza o el paisaje: “Sois vosotros, los de la ciudad, los que la llamáis ‘naturaleza’. Es tan abstracta en vuestra cabeza que también el nombre es abstracto. Nosotros decimos ‘bosque’, ‘prado’, torrente’, ‘roca’, cosas que uno puede señalar con el dedo”. A parte de cumplir tal función, la mirada de Cognetti en Las ocho montañas va más allá, enjaezando un relato extemporáneo, tan vigente hace un siglo como en la actualidad, sobre la verdadera naturaleza de las emociones aflictivas entre padres e hijos y la manera en que éstos se ven afectados por ellas. La crisis vital que arrastra a Giovanni Guasti, el padre del protagonista, a un callejón sin salida donde se amontonan sus sueños rotos es la misma fuerza que empuja a su hijo Pietro a buscar su destino en las montañas con la ayuda de su amigo de la infancia, Bruno Guglielmina. Tan idílico como desgarrador, este absorbente y magnético relato iniciático se mueve entre las más bellas formas poéticas y la crudeza de las narraciones entorno a la conquista de las cimas del mundo. ¿Novela ecológica? ¿Novela generacional? ¿Autoficción? Es difícil quedarse con una etiqueta que haga justicia a Las ocho montañas. Sin duda una de las cimas de la literatura italiana de lo que llevamos de siglo XXI.




“Todas las cosas, para un pez de río, llegan del monte: insectos, ramas, hojas, cualquier cosa. Por eso mira hacia arriba a la espera de lo que ha de llegar. Si el punto en el que te sumerges en un río es el presente, pensé, entonces el pasado es el agua que te ha adelantado, la que va hacia abajo y donde ya no hay nada para ti, mientras que el futuro es el agua que desciende desde arriba, trayendo peligros y sorpresas. El pasado está río abajo; el futuro, río arriba. [...] Sea lo que sea el destino, habita en las montañas que tenemos sobre la cabeza”. 

Paolo Cognetti, Las ocho montañas


jueves, 22 de marzo de 2018

Lo que hay que tener

El misterio de por qué unos libros se publican y otros son rechazados de plano es siempre irresoluble. Quizás el caso más llamativo es el del editor londinense Arthur C. Fifield que rechazó la primera novela experimental importante de Gertrude Stein, The Making of Americans —hay edición española con el título Ser americanos, publicada por Ediciones JC en 2005—, imitando el estilo de la novelista: “Soy sólo uno, sólo uno, sólo uno. Sólo un ser, uno al mismo tiempo. No dos, no tres, sólo uno. Sólo una vida por vivir, sólo 60 minutos en una hora. Sólo un par de ojos. Sólo uno cerebro. Sólo un ser. Siendo sólo uno, teniendo sólo un par de ojos, teniendo sólo un tiempo, teniendo sólo una vida, no puedo leer su manuscrito dos o tres veces. Ni siquiera una sola vez. Sólo un vistazo, sólo un vistazo es suficiente. Difícilmente una copia sería vendida aquí. Difícilmente una. Difícilmente una. Muchas gracias, devuelvo el manuscrito por medio de un correo certificado. Sólo un manuscrito. Por un solo correo”. Igualmente significativo resulta el rechazo de André Gide a Marcel Proust, quien tuvo que pagar de su propio bolsillo la publicación del primer volumen de En busca del tiempo perdido: “No puedo comprender que un señor pueda emplear treinta páginas para describir cómo da vueltas y más vueltas en su cama antes de dormirse”. No menos célebre es el rechazo de Santuario de William Faulkner, cuyo editor prefirió perder el dinero que había anticipado como derechos de autor antes que publicar su propia sentencia de muerte: “¡Santo cielo! No puedo publicar este libro. Terminaríamos los dos en la cárcel”. Menos conocidos son los casos que recoge Correo literario o cómo llegar a ser (o no llegar a ser) escritor (Poczta literacka, czyli jak zostać (lub nie zostać) pisarzem, 2000; Nórdica Libros, 2018), y que llevan la firma de la premio Nobel de Literatura Wisława Szymborska. En los años sesenta del pasado siglo, la poetisa polaca, que recibió el galardón de la Academia Sueca en 1996, dio respuesta escrita a los que pretendían publicar en la revista Vida Literaria sin tener un talento definido. Algunas de las respuestas no tienen desperdicio y son una rica materia para reflexionar sobre lo que hay que tener para ser escritor. Porque si algo tenía claro Szymborska —al contrario de lo que se inculca en los talleres literarios que surgen por doquier como polillas al anochecer, por no hablar del Curso de escritura para mujeres muy ocupadas de Neus Arqués (Alba, 2018)—, era que: “El talento literario no es un fenómeno de masas”. En Correo literario, Szymborska se muestra más irónica que nunca, con todo su ingenio lírico enfocado sobre el oficio de escribir.




“¿Cómo llegar a ser escritor? La pregunta que nos hace usted es muy delicada. Es como cuando un niño le pregunta a su madre cómo se hacen los niños y la madre le dice que se lo explicará más tarde, que está muy ocupada, y el niño empieza a insistir: ‘Entonces explícame, aunque sólo sea cómo se hace la cabeza...’ A ver, intentemos también nosotros explicar, al menos, la cabeza: pues bien, hay que tener algo de talento”.

Wisława Szymborska, Correo literario


sábado, 17 de marzo de 2018

La maternidad era esto

Cuando era niño, mi abuela —una de las primeras manos que sostuvo la mía— me dio un consejo al que no he dejado de dar vueltas desde entonces. “Cuando pillas un resfriado”, me dijo, “si no te resguardas, el resfriado dura una semana; por el contrario, si te resguardas bien, dura siete días”. En cualquiera de los dos casos, el tiempo de convalecencia me ha servido para leer de un tirón la última novela de Maggie O’Farrell publicada en España, La primera mano que sostuvo la mía (The Hand That First Held Mine, 2010; Libros del Asteroide, 2018), aunque en realidad ocupa el quinto lugar de su producción, por delante de Tiene que ser aquí (This Must Be the Place, 2016; Libros del Asteroide, 2017). A Maggie O’Farrell hay que leerla, a ser posible, tumbado en la cama y con todo el tiempo del mundo por delante. Pero también cabe sostener lo contrario, que una historia tan fascinante, capaz de expresar emociones y despertarlas en el lector, requiere despacharla pronto para empezar de nuevo. El hecho es que, como toda literatura que se precie, su pericia narrativa sabe apoderarse del lector y llevarlo despacio, sin prisas, sin bruscas aceleraciones, por un mundo de afectos y desafectos siempre en constante reinvención. En La primera mano que sostuvo la mía asistimos a las ilusiones, ambiciones, decepciones y trabajos que alientan, sienten y padecen dos mujeres londinenses separadas en el tiempo por varias décadas. Las dos historias paralelas que cuenta la novela son la de Alexandra (Lexie) Sinclair, una joven que deja su Devon natal por el ruido y la extravagancia del Soho londinense en la década de los años cincuenta (“comerá con hombres que llevan corbatas de color azul huevo de pato”), que siente cómo su estructura interna, su equilibrio y su estabilidad emocional se rompe completamente cuando se enfrenta a la maternidad; y la historia de Elina, una joven finlandesa establecida en Londres en la época actual, donde hace todo lo posible por recuperarse —física y psicológicamente— del nacimiento traumático de su primer hijo: “Lo que más desea ahora es sumergirse de nuevo en el abandono del sueño, apretar la mejilla contra la almohada, bajar el rastrillo de los párpados sobre los ojos. Percibe que el sueño está cerca, lo saborea. Pero oye a su lado, un forcejeo, unos pequeños jadeos de mamífero. Mira desde el borde de la cama y ahí está. Es el niño”. La primera mano que sostuvo la mía es una novela de gran intensidad melodramática, de lirismo intermitente, de dureza ejemplar. Un título y una autora llamados a convertirse, al modo de Doris Lessing o Jane Lazarre, de quien la editorial Las afueras acaba de publicar El nudo materno (The Mother Knot, 1976)—, en lectura formativa sobre la maternidad y las contradicciones de la misma.




“El impacto de la maternidad no es la falta de sueño, ni los peores momentos del agotamiento, ni que la vida se encoja y toda la existencia se reduzca a las calles cercanas, sino el asalto violento de las tareas domésticas: lavar la ropa, doblarla, secarla”.

Maggie O’Farrell, La primera mano que sostuvo la mía


miércoles, 14 de marzo de 2018

Viajera en el tiempo

Olvidada hoy, exitosa en su tiempo, la escritora afroamericana Octavia E. Butler llamó hace ahora casi cuarenta años la atención de todos los oficiantes de la ciencia ficción más pura y cristalina con su novela Parentesco (Kindred, 1979; Capitán Swing, 2018), la más famosa y celebrada dentro de la enorme producción de su autora —a pesar de que España sus libros se pueden contar con los dedos de una mano: Imago, Ritos de madurez, Amanecer—, en la que presentaba por primera vez planteamientos de género y de lucha por los derechos de los negros hasta entonces inusitados en una historia de viajes en el tiempo. Parentesco traslada a su protagonista, Dana, una mujer negra de 26 años, de 1976 a 1819, concretamente al Sur profundo de los Estados Unidos durante la época de la esclavitud, para salvar a un niño blanco antepasado suyo, Rufus Weylin. En el ensayo Viajar en el tiempo (Time Travel. A History, 2016; Crítica, 2017) —en el que, por cierto, no viene citada la novela de Butler ni siquiera de pasada, pero sí otras más recientes como La mujer del viajero en el tiempo de Audrey Niffenegger o 1Q84 de Haruki Murakami—, su autor, James Gleick, se pregunta qué es lo que hace que aún sigamos sintiéndonos atraídos por “el viaje en el tiempo cuando ya viajamos por el espacio a tanta distancia y tan rápido”. Gleick sostiene en su libro que es: “Por la historia. Por el misterio. Por la nostalgia. Por la esperanza. Para examinar nuestro potencial y explorar nuestros recuerdos. Para luchar contra el arrepentimiento por la vida que hemos vivido, una única vida, una dimensión, de principio a fin”. De haber leído Parentesco, Gleick es posible que hubiera añadido un motivo más: por el dolor. El dolor es una razón más para viajar en el tiempo. Según Butler, Parentesco nació del deseo de homenajear a su madre, una empleada doméstica que vivió en sus carnes la segregación racial de los años cuarenta y cincuenta en los Estados Unidos: "Nunca me gustó verla entrar por las puertas de atrás. Si ella no se hubiera dejado humillar, yo nunca hubiera comido decentemente. Por eso quise escribir una novela que hiciera sentir la historia: el dolor y el miedo que los negros han tenido que aguantar para poder sobrevivir". El tiempo transcurrido desde la primera publicación de la novela invita a mirar costuras, pero éstas no existen: estamos ante una historia bien construida, que nos recuerda que el sueño de Martin Luther King (I Have a Dream) no ha terminado.




“Miré al niño que sería el padre de Hagar. No había en él nada que me recordara a mis parientes. Cuanto más le miraba, más confusa estaba yo. [...] Había algo coincidente y a la vez ajeno entre nosotros, que podía deberse a una relación de parentesco o no. Algún motivo tenía que existir para que yo me sintiera feliz por haber podido llegar a salvarle. A fin de cuentas..., a fin de cuentas, ¿qué habría sido de mí, de la familia de mi madre, si no le hubiera salvado? ¿Por eso estaba allí? No era sólo para garantizar la supervivencia de un niño pequeño proclive a los accidentes, era para garantizar la supervivencia de mi familia. Mi propia existencia”. 

Octavia E. Butler, Parentesco


sábado, 10 de marzo de 2018

Solo en casa

Decía José María Valverde, eximio traductor de Ulises de James Joyce, que “todos  vivimos bajo el chantaje de la cultura, del estar al día, de la necesidad moral (o inmoral) de tener alguna idea de lo que pública aquel señor que hasta sale a menudo en la televisión”. Sin embargo, son pocos los que se toman una tregua para releer un libro, aunque ya se sepan la trama y el final del mismo, dejando para después el último best seller de Stephen King. Hace unos días exhumé de un montón de libros apilados en un rincón de mi cuarto Malone muere (Malone meurt, 1951; Lumen, 1969 [Alianza Editorial, 1997, 2012]) de Samuel Beckett, quién por cierto fue secretario de Joyce. En la obra de Beckett, como en la de King, la actividad humana se nutre de su propio infierno. El infierno es lo cotidiano. Hay infiernos sin llamas, infiernos sin haber muerto, infiernos portátiles, infiernillos —como el hornillo de gas butano de camping— a la medida de cada uno; así es el infierno de Malone, un hombre que agoniza solo en casa, y durante su agonía repasa su vida. No obstante, Malone muere no es la historia de un hombre que espera la muerte sino que vive narrando su espera: “Pronto, a pesar de todo, estaré por fin completamente muerto. El próximo mes, quizás. Será, pues, abril o mayo. Porque el año acaba de empezar, mil pequeños indicios me lo dicen. Tal vez me equivoque y deje atrás San Juan e incluso el 14 de julio, fiesta de la libertad. Qué digo, tal como me conozco, soy capaz de vivir hasta la Transfiguración o hasta la Asunción. [...] Moriría hoy mismo, si quisiera, con sólo proponérmelo, si pudiera querer, si pudiera proponérmelo. Pero mejor dejarme morir, sin precipitar las cosas”. El protagonista de Malone muere es un vivo muerto, o un muerto vivo, dispuesto a conservar ante todo su total impasibilidad, su indiferencia absoluta, hasta el último momento. El nombre de Malone puede desdoblarse en ‘m’ —‘m’ de moi (yo), de mort (muerte) y también, sabidas las aficiones escatológicas de Beckett, de merde (mierda)— y ‘alone’ (solo, en ingles). Es difícil comprender la obra de Beckett sin tener en cuenta esta aleación binaria. Como señala el periodista canadiense Michael Harris en su excelente ensayo sobre la importancia de estar a solas, Solitud. Hacia una vida con sentido en un mundo frenético (Solitude. A Singular Life in a Crowded World, 2017; Paidós, 2018): “Beckett sabía más de lo que creía cuando escribió: ‘El nacimiento fue su muerte’. La vida, de hecho, nos mata”.




“Quizá esté en el momento en que vivir es errar en completa soledad al fondo de un momento ilimitado, en que la luz no cambia y los residuos se parecen”.

Samuel Beckett, Malone muere


viernes, 2 de marzo de 2018

Echarse al campo

He aquí uno de esos libros que desde ya mismo no me voy a cansar de recomendar. Está escrito por Edna O’Brien. Puede que, como para mí hace cinco años —cuando se publicó por primera vez en España su ópera prima Las chicas de campo (The Country Girls, 1960; Errata naturae, 2013)—, su nombre no entrañe ningún significado para ustedes, pero después de que lean sus memorias, tituladas justamente Chica de campo (Country Girl, 2015; Errata naturae, 2018), no les resultará fácil olvidarlo, y es que O’Brien es una de esas escritoras que arrastran una legión de incondicionales detrás que creen que “el mundo se construye de pequeñas historias, y no de grandes edificios”, como dijo en cierta ocasión el escritor uruguayo Eduardo Galeano. O’Brien cree firmemente en esta máxima inspiradora, y es por eso que en Chica de campo se pone a recodar las pequeñas historias que han compuesto su vida. Recordar es un arte difícil, de ahí que la autora irlandesa haya tardado 82 años en escribir estas memorias que comienzan con una visita al otorrinolaringólogo para hacerse unas pruebas auditivas, que terminan revelando que tiene el oído como “un piano roto”. ¿Es ella también un piano roto? ¿O, peor aún, una “Mollly Bloom de baratillo” como llegaron a calificarla en la prensa? Estas memorias contestan a estas preguntas tomando como punto de apoyo las diversas etapas de su vida en una pequeña localidad rural del oeste de Irlanda, donde se crió en contacto con la naturaleza y con la cruda realidad: “A muy tierna edad comprendí que yo pertenecía a un pueblo feroz, y que las heridas de la historia eran tan descarnadas y vívidas como las imágenes de los mazos de cartas revoloteados. El Norte era una zona en un mapa, y sin embargo, por la manera que tenían los vecinos de arengar, perdiendo los estribos y lanzándose mutuas acusaciones, sentí que algún día esa región ensombrecería nuestras vidas”. Al igual que en sus novelas y cuentos —reunidos en Objeto de amor (The Love Object: Selected Stories, 2013; Lumen, 2018)—, O’Brien relata con grandes dosis de valentía y franqueza no sólo su infancia y sus inicios como escritora, sino también las vivencias de todas las personas que construyen el mundo: yo; tú; él. Porque todos tenemos una historia que contar. Aunque no lo hagamos tan bien como ella. O’Brien escribe como si algo le reptara bajo la piel, aunque su estilo desprende una constante sensación de calma. Chica de campo es una narración sencilla y poderosa, pero también delicadamente melancólica, como las luces de un pub en una noche fría y desapacible.




“Para escribir me echaba al campo. Las palabras huían conmigo. Escribía historias imaginarias, historias ambientadas en nuestra ciénaga y en nuestro huerto, pero no bastaba, porque yo quería penetrar en ellas, del mismo modo que intentaba volver a la tripa de mi madre”. 

Edna O’Brien, Chica de campo