sábado, 24 de febrero de 2018

El tiempo debe detenerse

En el Libro de Buen Amor de Juan Ruiz, más conocido como el Arcipreste de Hita —para que vean que de algo me sirvieron mis años en la Universidad de Cheste—, puede leerse una frase que dice: “Mensaje que mucho tarda, a muchos hombres demuele”. Es lo que en el refranero popular español se conoce como: “El que espera desespera”. Una expresión que ha resistido el embate de los siglos, pero no tiene por qué resultar cierta, a juzgar por lo que dice la escritora y periodista alemana Andrea Köhler en su delicioso ensayo El tiempo regalado (Lange Weile. Über das Warten, 2007; Libros del Asteroide, 2018), en el que trata no sólo de dar un sentido a la espera en un mundo que exige continuamente velocidad y aceleración, dos conceptos de física estrechamente relacionados pero diferentes —aunque ninguno de los dos nos ayuda realmente a ganar tiempo como saben los hámsters en sus ruedecitas—, sino también de “señalar lo gratificante de la lentitud y la espera”. Para ello la autora recurre a modelos literarios de lo contrario, como “la espera que se agota a sí misma” (El proceso de Franz Kafka) o la búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust: “Proust y Kafka son nuestros testigos privilegiados de la transición hacia el tiempo acelerado”. Para Köhler, la crisis de la modernidad es ante todo y sobre todo una profunda crisis de tiempo. Por un lado, el ahorro objetivo en tiempo ha colonizado nuestra manera de vivir (“las distancias son menores, los espacios más estrechos y las unidades de medida del tiempo, fracciones cada vez más pequeñas”) y, por otro, el acortamiento de los tiempos de espera ha hecho del esparcimiento una palabra obsoleta: “Se trata de un estado que procede de una época en la que el tiempo no tenía límites y sus intersticios aún no se habían sacrificado a fines y objetivos”. Paradójicamente la experiencia esencial es una sensación de pérdida de tiempo, análoga a la inquietud de George Orwell en Un mundo feliz por la pérdida del pasado y de la memoria y la niñez. El tiempo regalado es una brillante y original reflexión sobre la espera, que aúna el análisis literario y el social, el pasado y el futuro, la realidad y la ficción, ofreciendo una perspectiva única y compleja sobre la necesidad de detener el tiempo, como pedía Aldous Huxley el siglo pasado.




“La espera genera temperaturas. Esperamos con el corazón tiritando, o ardiendo de deseo. Pero qué sea eso que duele, calienta el ánimo o nos llena de escarcha, es más difícil de aprehender. Porque la espera es algo imaginario y concreto a la vez: una visión de algo potencialmente real que se oculta”.

Andrea Köhler, El tiempo regalado


domingo, 18 de febrero de 2018

La vida sin intimidad en la era de Facebook

En 2006 a Tom Perrotta le tocó la lotería con el trasvase a la pantalla grande de Juegos de niños (Little Children, 2004), una novela que pasó desapercibida en su momento pero cuyo culto ha ido creciendo con el paso de los años —en España la publicó en 2007 la editorial Salamandra: búsquenla— gracias a su habilidad de volver fascinantes y significativos los pequeños detalles de la vida cotidiana en una pequeña comunidad residencial de clase media. Su última novela, La señora Fletcher (Mrs. Fletcher, 2017; Libros del Asteroide, 2018) constata el salto adelante de un autor que escribe sobre los instantes decisivos que componen nuestra vida con una veracidad punzante. Si en la película El graduado, basada en la novela homónima de Charles Webb, Mike Nichols narraba la experiencia de una relación sexual entre dos personas de muy diferentes edades desde la perspectiva de un joven universitario, Benjamin Braddock, interpretado por Dustin Hoffmann, en La señora Fletcher el observador —o más bien el voyeur— principal es un adulto, Eve Fletcher. Eve es una mujer divorciada de cuarenta y seis años y con un hijo que, en palabras de su autor, desea por encima de todo dejar atrás su viejo yo: “Agarrar todos tus errores y remordimientos y borrarlos de tu vida”. Pero La señora Fletcher no es una novela sobre las carencias y frustraciones de la madurez, o no sólo eso. Aquí también aparecen de manera descarnada las inseguridades y contradicciones inherentes a la adolescencia, con sus connotaciones acerca de la sexualidad exacerbada y la cultura de la violación. Perrotta regresa con una novela contemporánea, con un montón de jerga sobre identidad de género, que entra a saco, desnudándolos, en casi todos los tabúes sexuales, y en la que los personajes no son arquetípicos como en el cine, sino gente corriente, personas que no tienen mensajes para nadie, ni para sí mismas: mienten, traicionan, espían, merodean, lastiman, violentan. Analista perspicaz de las relaciones familiares afectadas por procesos de cambio social y moral, el autor de Lecciones de abstinencia (The Abstinence Teacher, 2007) construye una novela cruda pero impregnada por esa mirada cálida que es consustancial a toda su narrativa. Retrato feroz de las contradicciones en las que ha quedado atrapada una sociedad perdida en su propia búsqueda de placer y solaz, La señora Fletcher confirma la maestría de Perrotta a la hora de poner el dedo en las fisuras de la clase media estadounidense. Un título y un autor llamados a convertirse, al modo de los grandes escritores americanos del siglo XX, en lectura obligada para entender la vida sin intimidad en la era de Facebook.




“No fue tanto la fantasía sexual lo que la echó para atrás, sino la agobiante sensación de familiaridad que había surgido a lo largo de la noche. [...] Podía acostarse con él, incluso enamorarse de él, pero ¿dónde le llevaría eso? A ningún sitio en el que no hubiera estado ya, eso lo tenía clarísimo. Y ella quería otra cosa, algo diferente, aunque estaba por ver exactamente el qué. Lo único que tenía claro era que el mundo era muy grande y ella sólo había rascado la superficie”. 

Tom Perrotta, La señora Fletcher


miércoles, 14 de febrero de 2018

Leyendo a Susan desesperadamente

Qué mejor manera de pasar el Día de San Valentín que leyendo a Susan Sontag, cuyo nombre original era Susan Rosenblatt, pero adoptó el apellido de su padrastro Nathan Sontag porque “sonaba menos judío”, y esperaba que así nadie la molestara más. Contra la interpretación (Against Interpretation, 1966) y El sida y sus metáforas (AIDS and Its Metaphors, 1989) —continuación de La enfermedad y sus metáforas (Illness as Metaphor, 1978)— son, y no descubro gran cosa, dos de los libros más emblemáticos de la ensayista y novelista norteamericana. Con ellos, Sontag inició una carrera ascendente que se vio refrendada en 2000 con el National Book Award a su novela En América, y en 2003 con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por el conjunto de su obra. Sin embargo, poca atención ha merecido su narrativa breve, aunque eso va a cambiar a partir de ahora. El sello Literatura Random House acaba de publicar todos sus cuentos reunidos bajo el título Declaración (Debriefing: Collected Stories, 2017), con cuatro cuentos adicionales —Descripción (de una descripción), El muy cómico lamento de Píramo y Tisbe, Un Parsifal y Diálogo entre una descendiente de Noé y un pájaro— que no aparecían en la edición original inglesa preparada y ordenada por Benjamin Taylor. Yo, etcétera (I, etcetera, 1978; 1983, [Debolsillo, 2011]) era el único volumen que hasta la fecha recogía sus cuentos. Declaración viene a demostrar que Sontag supo descender sin esfuerzo de las alturas teóricas del pensamiento contemporáneo para dedicar páginas emotivas a la visita que hizo cuando era una adolescente a Thomas Mann en su casa de Los Ángeles; a su relación con una amiga depresiva, Julia (“La semana pasada me dijo que solo el pan y el café no la enferman”); o a la muerte de su padre, Jack Rosenblatt, cuando ella tenía cinco años. “Murió muy lejos. Al rememorar la muerte de mi padre lo hago más pesado. Lo sepultaré yo misma”, escribe en esa especie de catarsis personal que es Proyecto para un viaje a China. Allí se puede leer también una frase que me impresionó y me sigue impresionando mucho por lo que dice de nosotros como sociedad: “En otro tiempo, China significaba el colmo de los refinamientos: en cerámica, crueldad, astrología, modales, alimentación, erotismo, pintura de paisajes, la relación entre el pensamiento y el signo escrito. Ahora China significa el colmo de la simplificación”. Escritora brillante, iconoclasta y ávida de nuevas formas, en estos cuentos Sontag devuelve la mirada a los pequeños acontecimientos que fundamentan la existencia, incluso a aquellos que, como la irrupción del sida, la han puesto en peligro.




“Hice un viaje para ver las cosas bellas. Un cambio de paisaje. Un cambio de estado de ánimo. ¿Y sabes qué? ¿Qué? Continúan allí. Pero no continuarán allí por mucho tiempo. Lo sé. Por eso me fui. Para despedirme. Cada vez que viajo, es invariablemente para despedirme”. 

Susan Sontag, Viaje sin guía [de Declaración]


sábado, 10 de febrero de 2018

De repente, un extraño

Oscar Wilde dijo que "la vida, la mísera vida, verosímil y sin interés, reproduce las maravillas del arte". También las maravillas del arte (narrativo) puede reproducir la mísera vida, verosímil y sin interés. Es lo que hace la periodista Joanna Connors en Te encontraré. En busca del hombre que me violó (I Will Find You. In Search of the Man who Raped Me, 2016; Errata naturae, 2018), donde relata cómo en 1984 fue privada de su libertad durante dos horas y violada por un extraño que a continuación se dio a la fuga, no sin antes dejarla malherida. Connors tenía treinta años y un sueño: convertirse en una reportera intrépida. La violación le arrebató ese sueño —no el de reportera, sino el de mujer intrépida—, y en lugar de eso le dejó un miedo permanente e irracional. Como dice Nabokov de uno de sus personajes: "Apartó el velo de la fantasía [...] saboreó la realidad". El hombre que violó a Connors, David Francis —negro, pobre, sin educación y con antecedentes penales—, fue detenido dos días más tarde y condenado. Connors había tenido la fortuna de sobrevivir, pero un mundo de sosiego y tranquilidad había desaparecido: "Lo último que me dijo fue: ‘Te encontraré’, y en lo más profundo de mi cerebro primitivo seguía creyéndole. Había estado al acecho, en la oscuridad, todos estos años, vigilándome, esperándome. Seguía soñando con él. Pensaba en él todo el tiempo. Iba a encontrarme. [...] Dijo que me encontraría. Quizá debía ser yo quien lo encontrase a él". Veintiún años después de su violación, liberada de la mordaza del miedo y de la vergüenza, Connors decidió ir en busca de su violador y mirarlo directamente a la cara —"Quería saber cómo lo había cambiado la cárcel"—, pero lo que descubrió la cambió a ella y la manera de ver las cosas. Francis había muerto en prisión en el 2000, víctima de un cáncer, pero también de una sociedad profundamente racista y clasista que prefiere creer que los monstruos no existen antes que asumir la parte que le corresponde en su invención. Si algo deja claro Connors en Te encontraré, una mezcla inteligente de reportaje, memorias y empatía profunda, es que, como dijo André Gide, hay muy pocos monstruos que garanticen los miedos que les tenemos.




"Después de que David Francis me violara, no elevé los puños hacia el cielo y pregunté: ¿Por qué a mí? Ya conocía, o creía conocer la respuesta: era confiada e ingenua. Pero ahora quería la respuesta a una pregunta un tanto distinta: ¿Por qué él?". 

Joanna Connors, Te encontraré


miércoles, 7 de febrero de 2018

Sólo los viajeros acaban

La nueva edición en tapa dura de El entenado (1983; Rayo verde, 2013 [2018]) del escritor argentino Juan José Saer llega justo a tiempo para hacer mejor el crudo invierno a los corazones solitarios. En El entenado, una narración perfectamente introspectiva ("De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia del cielo"), Saer narra las peripecias de un huérfano que está para pocas bromas. Nadie lo está en el contexto donde transcurre la acción de la novela, el viscoso sudario de las expediciones españolas por el Río de la Plata en el siglo XVI. El protagonista se enrola como grumete en una nave capitana para "llegar a esas regiones paradisíacas" donde espera encontrar "toda la variedad mineral, vegetal y animal de la tierra excesiva y generosa”. Nada más pisar tierra es capturado por los indios colastinés, que además de pacíficos son antropófagos y no ven el momento de hincarle el diente como han hecho con el resto de sus compañeros de expedición: "De la carne que iba asándose llegaba un olor agradable, intenso, subiendo junto con las columnas de humo espeso que demoraban en disgregarse hacia el cielo. El origen humano de esa carne desaparecía, gradual, a medida que la cocción avanzaba; la piel, oscurecida y resquebrajada, dejaba ver, por sus reventones verticales, un jugo acuoso y rojizo que goteaba junto con la grasa; de las partes chamuscadas se desprendían astillas de carne reseca y los pies y las manos, encogidos por la acción del fuego, apenas si tenían un parentesco remoto con las extremidades humanas. En las parrillas, para un observador imparcial, estaban asándose los restos carnosos de un animal desconocido".  Pero para su sorpresa, los indios lo mantienen con vida y lo tratan como a uno más —entenado significa hijastro— de la tribu. Todo esto llega al lector sin excesos, sin que Saer cargue nunca la mano en ningún registro. Hay un delicado equilibrio entre lo real y lo maravilloso. Lo primero es necesario para captar nuestra atención; lo segundo trae de su mano a la mejor literatura en general, y a la mejor literatura latinoamericana en particular. Si tuviera que citar tres grandes obras de esta última, serían Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Rayuela de Julio Cortázar y El entenado de Juan José Saer. Para el que lo lee por primera vez, El entenado es todo un viaje de descubrimiento. Para el que lo ha leído, nunca está de más hacerlo de nuevo, porque "el viaje no acaba nunca. Sólo los viajeros acaban", como escribió José Saramago.




"No era el no ser posible del otro mundo sino el de éste lo que los aterrorizaba. El otro mundo formaba parte de éste y los dos eran una y la misma cosa; si éste era verdadero, el otro también lo era; bastaba que una sola cosa lo fuese para que todas las otras, visibles o invisibles, cobrasen, de ese modo, realidad". 

Juan José Saer, El entenado


sábado, 3 de febrero de 2018

Alargar la noche hasta perder el sueño

Ursula K. Le Guin ha muerto sin el Nobel. Al igual que Borges, Nabokov o Stanisław Lem, la autora de La mano izquierda de la oscuridad siempre figuró en las listas de candidatos, pero nunca le otorgaron ese honor. Pero ya se ha colado en miles de estanterías de sus contemporáneos, incluso en las de aquellos que leen muy poco, y no debido a una operación de mercadotecnia, sino a que supo escuchar las angustias y las preocupaciones de nuestro tiempo. Todo le era propio y nada le era ajeno. Precisamente, coincidiendo con la noticia de su muerte, ha llegado a las librerías, Contar es escuchar (The Wave in the Mind: Talks and Essays on the Writer, the Reader, and the Imagination, 2004; Circulo de tiza, 2018), un libro de magníficos ensayos para alargar la noche hasta perder el sueño. Sólo por el texto de presentación, donde la autora cuenta que nació antes de que se inventaran las mujeres, vale la pena adentrarse en las 402 páginas que componen este maravilloso volumen: "Soy un hombre. Pensarán que he cometido un error de género sin querer, o quizá que intento engañarlos, porque mi nombre de pila acaba en a, y soy dueña de tres sujetadores, y he estado embarazada cinco veces, y otras cosas por el estilo que sin duda habrán notado, pequeños detalles. Pero los detalles no importan. Soy un hombre, y quiero que me crean y lo acepten como un hecho, tal y como lo acepté yo misma durante muchos años. [...] Las mujeres son una invención muy reciente. Precedo en varias décadas a la invención de las mujeres. De acuerdo, si son ustedes muy quisquillosos en cuanto a la precisión, las mujeres fueron inventadas varias veces en sitios sumamente distintos, pero lo cierto es que los inventores no supieron poner a la venta el producto. Emplearon técnicas de distribución rudimentarias y no hicieron ninguna investigación de mercado, de manera que por supuesto el concepto no cundió. [...] Tal vez no soy un hombre de primera categoría. Acepto de buen grado que quizá soy una especie de hombre de segunda o de imitación, un Él análogo. Como tal, soy al varón genuino lo que el palito de pescado cocido en horno microondas es al salmón real asado a la parrilla". Ursula K. Le Guin no sólo expandió las fronteras de la literatura de ciencia ficción, un coto reservado hasta entonces a los hombres, sino que también se convirtió en una de las grandes autoras de referencia del feminismo y de la teoría de género, inspiración para futuras generaciones de escritoras, como Kameron Hurley (Las estrellas son legión) N. K. Jemisin (La quinta estación) y Becky Chambers (El largo viaje a un pequeño planeta iracundo).




"Nada surge de la nada. Las ideas del novelista provienen de alguna parte. En el escritor entran cosas, cosas a montones, no las notas apuntadas en un cuaderno sino todo lo visto y oído y sentido a lo largo de todo el día todos los días, un montón de basura, desechos, hojas muertas, brotes de patatas, tallos de alcachofas, bosques, calles, cuartos en barriadas, cordilleras, voces, gritos, sueños, susurros, olores, golpes, ojos, pasos, gestos, el toque de una mano, un pitido en la noche, el ángulo de la luz proyectada sobre una pared en una habitación infantil, una aleta que surca aguas residuales. Todo ello se acumula en el contenedor personal y allí se combina, recombina, cambia; se vuelve oscuro, pútrido, fecundo, hasta convertirse en humus. En esa mezcla cae una semilla, la tierra la alimenta con la riqueza que la compone, y algo crece. Pero lo que crece no es un tallo de alcachofa, un brote de patata, un gesto. Es algo nuevo, un todo nuevo. Es algo inventado".

Ursula K. Le Guin, Contar es escuchar