martes, 26 de diciembre de 2017

Nuestra vida no es nuestra

Decía el poeta griego Yorgos Seferis que "allí donde la toques, la memoria duele". A Tony Webster, protagonista de la novela El sentido de un final (The Sense of an Ending, 2011; Anagrama, 2012) de Julian Barnes, llevada al cine por Ritesh Batra en 2017, podrían aplicársele estos versos del autor de Mythistórima. En El sentido de un final, Tony se erige en narrador de los destinos de sus antiguas amistades del instituto, en especial de Adrian Finn, un estudiante de veintidós años que se suicidó "en circunstancias de desequilibrio mental", rompiendo su promesa de cuidar y salvaguardar la amistad que les unía. Las reflexiones acerca de nuestra condición de mortales que desfilaban en su libro anterior, Nada que temer (2008), se concretan e intensifican en El sentido de un final, que se podría entender como una prolongación de su debut literario oficial, Metrolandia (1980) —hay que recordar que ese mismo año Barnes publicó Duffy bajo el seudónimo de Dan Kavanagh—, donde dos jóvenes "airados" se distinguían por su rebeldía contra los valores de la clase media inglesa. Uno de ellos explicaba: "No me molesta estar muerto. Es exactamente igual que estar dormido. Es el acto de la muerte lo que no puedo enfrentar". Tampoco Tony puede enfrentar el hecho de su propio declive (calvo, sexagenario, divorciado), por lo que se aferra a los recuerdos del pasado. No obstante, Tony no es un personaje nostálgico en el sentido estricto de la palabra: "Desde luego no me pone lacrimoso el recuerdo de alguna chuchería infantil. [...] Pero si la nostalgia significa la poderosa rememoración de emociones íntimas —y lamentar que esos sentimientos ya no estén presentes en nuestra vida— entonces me declaro culpable. [...] Y si estamos hablando de emociones intensas que nunca volverán, supongo que es posible ser nostálgico tanto del dolor como del placer recordado". En El sentido de un final, Tony se protege del dolor alterando sus recuerdos: "¿Cuántas veces contamos la historia de nuestras vidas? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos". Aunque no se haga evidente en la trama, Barnes realiza una pormenorizada biopsia de la condición estudiantil, transitoria por naturaleza, pero aún así tiene momentos duraderos que nos llevan a reflexionar sobre la amistad. En Soleá, título que cierra la trilogía marsellesa de Jean-Claude Izzo, el protagonista se pregunta por qué es tan difícil hacer amigos pasados los 40: "¿Será porque ya no tenemos sueños, sólo añoranzas?". Tony Webster sabría darnos la respuesta.
 



"En aquel tiempo, casi todos éramos absolutistas. Nos gustaban el sí versus el no, el elogio versus la culpa, la culpabilidad versus la inocencia o, en el caso de Marshall, el descontento versus el gran descontento. Nos gustaban los juegos que terminaban en una victoria o una derrota, no en un empate. [...] Maestros y padres solían recordarnos irritantemente que ellos también habían sido jóvenes y por tanto podían hablar con autoridad. Es sólo una fase, insistían. Se os pasará; la vida os enseñará realidad y realismo. Pero entonces nos negábamos a reconocer que alguna vez habían sido como nosotros".

Julian Barnes, El sentido de un final


lunes, 18 de diciembre de 2017

La larga marcha

Hace unos días, mientras organizaba el cuarto de atrás —eufemismo que utilizo a menudo para referirme a la habitación donde guardo la tabla de planchar, la bicicleta, las maletas de viaje, el tendedero plegable y otros trastos que no recuerdo haber comprado—, cayó en mis manos el dvd de la película El último deseo (2013), dirigida por el actor y director James Franco. Para empezar, no me pregunten cómo fue a parar allí, porque si lo supiera sería adivino. También es un enigma para mí el título con el que los distribuidores españoles bautizaron la película. El último deseo es, en realidad, la adaptación cinematográfica de la novela de William Faulkner Mientras agonizo (As I Lay Dying, 1930; Anagrama, 2000, [2008]), con la que el escritor americano pegó un estirón —creativo, expresivo— que se alargaría hasta la aparición de su siguiente obra maestra, ¡Absalón, Absalón! (1936). Es muy probable que Mientras agonizo no figure en la lista de las novelas más placenteras de la literatura americana, pero sin duda merece ocupar un lugar en la de las novelas más importantes del siglo XX. Doy por hecho que la mayoría conoce el argumento, si no es así, aquí va un resumen: en su lecho de muerte, Addie Bundren le pide a su marido Anse que la entierre al lado de sus parientes, en Jefferson, a cuarenta millas de la granja donde viven en el condado de Yoknapatawpha. Cuando muere, se pone en marcha la comitiva fúnebre, compuesta por una carreta que lleva el ataúd de Addie y a Anse y a cuatro de sus hijos montados en ella: Cash, el mayor; Darl, el retrasado; Vardaman, el benjamín; y Dewey Dell, la única chica, que aprovecha el viaje para abortar en la ciudad. El otro hijo, Jewel, va detrás, a caballo. La comitiva avanza como si alguien les llamara a comenzar una nueva vida en otro lugar, cuando en realidad se trata de enterrar una parte de las suyas. Cada uno de ellos presta su voz para acabar dando forma a un relato descarnado y sórdido de los pobres blancos del Mississippi, tierra baldía donde las haya, en la que todo lo que crece no puede permanecer en pie por mucho tiempo: "Los días de mucho calor los árboles parecen pollos revolcándose en el polvo". Mientras agonizo es una polifonía trágica, una herida purulenta, una meada caliente sobre los muertos y los deudos. La novela de Faulkner, escrita en un tiempo récord, apenas seis semanas, es admirable en su descomposición del mito de la maternidad, en su experimentación expresiva más allá de su sinuoso relato y en sus elementos de humor negro. También hay espacio para lo macabro, como cuando Vardaman perfora la tapa del ataúd —y, por tanto, el rostro de Addie— para que su madre respire. Hay más, claro, mucho más. Mientras agonizo es una verdadera mina de frases: "Mi madre es un pez". Y: "Jewel va montado en su caballo, y es como si los dos fueran de madera, y los dos miran hacia el frente". 




"Cuando supe que estaba encinta de Cash, supe que la vida era terrible. Fue entonces cuando aprendí que las palabras no sirven de nada; que las palabras no se ajustan nunca a lo que tratan de decir. Cuando nació supe que la maternidad había sido inventada por alguien que necesitaba una palabra para designarla, porque a las mujeres que tenían hijos les tenía sin cuidado si existía una palabra para referirse a ella. Supe que el miedo había sido inventado por alguien que jamás lo había sentido; el orgullo, por alguien que jamás lo había tenido".

William Faulkner, Mientras agonizo


viernes, 15 de diciembre de 2017

La lengua en el diente dolorido

La Navidad me pone triste. Leo con alivio que a los contemporáneos del escritor inglés Gilbert K. Chesterton —y a Chesterton mismo— les sucedía algo parecido. En uno de los artículos reunidos en El espíritu de la Navidad (The Spirit of Christmas,1984; Renacimiento, 2017), el autor de El hombre que fue jueves nos advierte de que "pocas costumbres hay tan peligrosas y desagradables como celebrar la Navidad antes de tiempo. La esencia misma de cualquier fiesta consiste en que rompe sobre uno de manera brillante y repentina; que en un momento determinado el gran día no es, y al momento siguiente el gran día sí es. Hasta un cierto instante específico se siente uno triste, como siempre: es miércoles, nada más. Al momento siguiente el corazón da un brinco [...] en medio de un estallido, de una llamarada, ha llegado el jueves. [...] Sea cual sea para usted el día festivo o simbólico, es esencial que haya un trazo muy nítido entre ese día y el tiempo anterior". Parece ser que últimamente hay mucha prisa por celebrar la Navidad antes de tiempo. Todo el mundo espera la llegada de la Navidad como si fuera un traje que nos queda bien a todos. Sin embargo, como escribe Chesterton, "la Navidad no encaja en absoluto con el mundo moderno". Tampoco encaja con la Navidad el libro del que voy a hablarles ahora. Hace unos días desenterré Libros de sangre (Books of Blood, 1985; Valdemar, 2016) de Clive Baker de debajo de una pila de libros que llegaban a igualar mi altura. Libros de sangre reúne dieciséis relatos valientes y osados —entre ellos, El tren de la carne de medianoche, El blues de la sangre de cerdo, Terror, Hijo del celuloide, Chivos expiatorios y Restos humanos—, cuya fuerza les viene de aquello que otros escritores callan. Los relatos de Baker, escribe el crítico Jesús Palacios en el prólogo, ofrecen "exactamente aquello que pedimos con gritos mudos en medio de un silencio preñado de pasiones inconfesas. Ser golpeados por el horror. Ser desafiados por palabras y frases. Sentirnos sucios. Ser violados (a ser posible, sodomizados) por letras nunca escritas y palabras nunca antes pronunciadas". Cada uno de los relatos, escritos sin la más mínima concesión a lo que no resulta esencial, arranca con máxima fuerza y luego avanza sin detenerse, arrollando a su paso todo lo que huela a mentalidad burguesa, cuya consigna es que "si algo es raro, dispara. Sienten terror ante la diversidad y piensan que si algo es diferente, pertenece al lado oscuro; si algo es diferente, hay que acabar con ello", según dijo Baker en una entrevista en la que habló de su homosexualidad como motor del carácter introspectivo, visceral y telúrico de sus relatos: "Pienso que como gays tenemos más espacio para soñar". Baker, ya es hora de decirlo, es de lejos el mejor escritor de terror contemporáneo, a bastante distancia de Stephen King, quien hace siempre que la imaginación se detenga a un paso del límite del pudor. Si algo se desprende de Libros de sangre es que lo raro es vivir.




"No hay placer igual al terror. Si fuera posible sentarse, invisible, entre dos personas en cualquier tren, en cualquier sala de espera u oficina, la conversación versaría invariablemente sobre ese tema. [...] Con la inexorabilidad de una lengua que regresa una y otra vez al diente dolorido para hurgarlo, regresamos una y otra a nuestros miedos".

Clive Baker, Libros de sangre


miércoles, 6 de diciembre de 2017

El poder del mito

En un mundo en acelerada transformación como el actual, los mitos ya no son lo que eran. Los dioses y héroes clásicos han dejado paso a personajes modernos como Tarzán, Sherlock Holmes o Superman, introducidos por el catedrático de Filología griega Carlos García Gual en la edición especial 20 aniversario de su célebre Diccionario de mitos (Planeta, 1997; Turner, 2017), un libro de referencia para los estudiosos y que, además, ha servido para resituar en nuestros días los términos mito y mitología. En su Diccionario de mitos, Gual recoge el testigo del mitólogo norteamericano Joseph Campbell y su extensa entrevista emitida por la televisión pública estadounidense en 1988, posteriormente recogida en el libro El poder del mito (The Power of Myth, 1991; Capitán Swing, 2015) por el periodista Bill Moyers. Para Campbell, el mito era un instrumento fundamental para interpretar la realidad, de ahí que no le hiciera ascos a figuras como el rey Arturo, John Lennon o los personajes de la saga Star Wars. Estos últimos han entrado ya en el selecto grupo de los mitos universales, hasta el punto de que cuentan con un ensayo propio, La última mitología. El mundo según Star Wars (The World According to Star Wars, 2016; Alpha Decay, 2017), de Cass R. Sunstein. "A nivel político y cultural", escribe Sunstein en su libro, "Star Wars está por todas partes". Los personajes de Star Wars —Han Solo, Luke Skywalker, la princesa Leia, Obi-Wan Kenobi, Yoda, Darth Vader— son mitos que se han emancipado de la obra original y que no necesitan ya de la tutela de su creador. Al igual que los cantares de gesta de la literatura épica medieval, las hazañas de estos héroes y heroínas pueden ser narradas por otros. Este es el caso de la novela Las leyendas de Luke Skywalker (The Legends of Luke Skywalker, 2017; Timun Mas, 2017), escrita por Ken Liu, autor de ciencia ficción y fantasía galardonado con los premios Nebula, Hugo y World Fantasy. Como si de una versión galáctica de los Cuentos de Canterbury se tratara, Liu acierta a narrar la historia del último caballero Jedi a través de grupo de personajes que, sin mayor pretensión que la de amenizar una velada en un viaje de seis semanas por el espacio, se limitan a repetir lo que han oído contar a otros: "El narrador siempre cree lo que cuenta —dijo Dwoogan—. Eso no significa que todas las historias sean igual de verdaderas, en un sentido amplio. La única manera de saber cuál es la verdad en el gran orden del universo es haber escuchado muchas historias". A cualquiera le cuesta imaginarse a una tripulación manteniendo una conversación tan trascendental en el comedor de una nave espacial después de acabar su turno. Pero la tripulación del carguero de transporte de larga distancia Corriente Incontrolable no es para nada convencional: "Era una tripulación variopinta: algunos humanoides y humanos, unos cuantos reptilianos y aviares, algunos droides. Prácticamente todos estaban lejos aún de la madurez según los estándares de la especie a la que perteneciesen". Con este punto de partida, Liu desarrolla una novela de búsqueda donde todos los personajes persiguen quedarse con un pedazo del mito.




"Las leyendas sobre nuestros héroes no importan tanto como las decisiones que tomamos respecto a nuestras vidas cuando esas leyendas nos conmueven de verdad".

Ken Liu, Las leyendas de Luke Skywalker