miércoles, 25 de octubre de 2017

Amado monstruo

En medio de esta imparable fiebre de revisionismo gótico, iniciada por Anne Rice en 1976 con Entrevista con el vampiro y continuada por Stephenie Meyer con la saga vampírica Crepúsculo —la televisión tampoco se ha quedado atrás con series como Buffy, cazavampiros, True Blood The Lair, de temática homosexual—, eran muchas las editoriales que podían haber optado por publicar Algo en la sangre, la biografía secreta de Bram Stoker (Something in the Blood, 2016) escrita por David J. Skal, pero finalmente ha sido el sello Es Pop Ediciones el que se ha llevado el premio a casa. El hombre que escribió Drácula no podía estar en mejores manos. Para los que ya conozcan el esmero con el que Óscar Palmer Yánez, editor y traductor*, cuida todos sus libros, decir que la edición es un lujo, para los que no y duden aún, recomendarles que lo saquen ya de la lista de pendientes y se pongan las botas de goma (para no resbalar) y las gafas de buceo (para que la sangre no entre en los ojos) antes de comenzar la lectura. En Algo en la sangre, Skal persigue y atrapa la sombra huidiza de Stoker —sus primeros siete años de vida los pasó postrado en la cama, extenuado por diversas enfermedades infantiles—, y lo hace sin privarnos de todos los excesos propios de un relato de terror: "El vampirismo implica una sangría, una antigua práctica médica todavía ampliamente utilizada a mediados del siglo XIX. […] El más somero repaso a la literatura médica de la época confirma lo universal de su uso, incluso para dolencias como el asma infantil y el acné adolescente. […] Un niño lánguido como Bram Stoker, que mostraba indicios de debilidad motora crónica, habría sido un candidato idóneo para la flebotomía. Los médicos que practicaban las sangrías habían dejado de invocar el principio del equilibrio humoral, un concepto que se remontaba a la antigüedad; pero otra idea no menos primitiva, la de la plétora o exceso de sangre como origen de la enfermedad, seguía bastante en boga [...] Ya que el propio Drácula es descrito por Stoker como 'una asquerosa sanguijuela', uno no puede evitar preguntarse sobre sus experiencias personales con los hirudíneos chupasangres o la manera en la que un muchacho indefenso podría procesar o asumir la amenaza ritual de ver su carne penetrada y sangrada".




En Algo en la sangre, Skal traza un estudiado entramado narrativo destinado a ensalzar la hipnótica figura del escritor irlandés, "un individuo serio, por momentos agarrotado y de expresión a menudo sobresaltada, [al cual] no le agrada verse observado", que no difiere de la imagen poderosa que tenemos del aristócrata crápula y decadente —a medio camino entre el Dorian Gray de Oscar Wilde y Ambrosio, el lujurioso capuchino de El monje de Matthew G. Lewis— creado por Stoker en 1897. No obstante, el auténtico atractivo del conde Drácula, esa criatura nocturna e inmortal que ha fascinado a millones de lectores y, sobre todo, espectadores —en las versiones cinematográficas realizadas por F.W. Murnau (1922), Tod Browning (1931), Terence Fisher (1958), John Badham (1979) y Francis Ford Coppola (1992)— a lo largo de 120 años, reside en su aterradora maldad o, mejor aún, en la suprema amoralidad que le envuelve, disimulada cínicamente con dosis de buena educación y encanto. Algo en la sangre es un libro valioso y necesario, que subsana el incomprensible vacío al que Stoker ha estado sometido en el mercado editorial español más allá de las incesantes reediciones de su obra capital, The Un-Dead, título cambiado en el último momento por Drácula. Como hiciera Murnau con el personaje del conde Orlok en Nosfetatu, Skal exhuma el drama del mundo interior de Stoker para airearlo por el camino furtivo y ambiguo que funde lo corpóreo y lo sobrenatural. Con Algo en la sangre, el autor de Hollywood gótico (Hollywood Gothic: The Tangled Web of Dracula from Novel to Stage to Screen, 1990; Es Pop Ediciones, 2015) logra aferrarnos el cuello con las manos, hacernos sentir el filo cortante de los colmillos y lacerarnos con la belleza dolorosa de un monstruo sin ataduras éticas o físicas, pero prisionero de sus deseos y necesidades, nacido de la imaginación de un niño enfermizo obligado a guardar cama a menudo. Para los que quieran ahondar en el tema les recomiendo el libro del historiador Alejandro Lillo Miedo y deseo: Historia cultural de Drácula (1897), publicado por Siglo XXI Editores, o el diario de viaje de Emmanuel Carrère por la Rumanía post-Ceaucescu —quien se hacía llamar "el genio de los Cárpatos"—, un texto recogido en el libro Conviene tener un sitio adonde ir (Il est avantageux d'avoir où aller, 2016; Anagrama, 2017), donde el escritor francés relata su búsqueda de los vestigios del conde transilvano. Por si no se habían dado cuenta, soy un chiflado de Drácula, como la Enriqueta de Liniers, ávida lectora acompañada siempre de su inseparable gato Fellini.



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(*) Palmer Yánez es también el autor de una de las mejores versiones al castellano del clásico de Stoker, Drácula (Valdemar, 2005), una traducción de referencia para todo buen bibliófilo.


domingo, 22 de octubre de 2017

Todo lo que tiene alas

Releo estos días a Joseph Joubert. Decía el ensayista francés que hay cuatro clases de personas a los que “el mundo no basta: los santos, los conquistadores, los poetas y todos los aficionados a los libros”. Extinguidas las dos primeras categorías, y en camino de desaparecer la tercera (véase el magnífico ensayo de Ben Lerner El odio a la poesía, publicado por Alpha Decay: "Hay mucho más consenso en el odio a la poesía que en la propia definición de lo que realmente es la poesía"), sólo quedan todos los aficionados a los libros para mantener viva la esperanza de que otro mundo mejor aún es posible. Por supuesto, no hablo de ese "mundo feliz" descrito por Aldous Huxley donde el progreso tecnológico lleva a la concentración del poder económico y político, y en el que la seguridad, la felicidad y la capacidad para la fantasía del individuo no tiene cabida. Para decirlo claramente, no hablo de nuestro mundo. El fin de nuestro mundo ya empezó. Es por eso que todos los aficionados a los libros leemos para evadirnos, o mejor dicho, leemos porque los libros nos hacen elevarnos por encima de la fea realidad cotidiana, como ese personaje de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez que asciende al cielo mientras tiende la ropa, o ese grupo de personas que se eleva por los aires y desaparece en el infinito en El libro de la risa y el olvido de Milan Kundera: "Y corrí por las calles para no perder de vista a aquella maravillosa corona de cuerpos que flotaban sobre la ciudad y supe con angustia que ellos vuelan como pájaros y yo caigo como piedra, que ellos tienen alas y que yo estoy para siempre sin alas". Por no hablar de la protagonista de Noches en el circo de Angela Carter, una artista del trapecio llamada Sophie Fevvers que tiene dos de alas reales que le permiten volar, ser libre y ser ella misma. Toda obra, si se lee con detenimiento —lo que Nietzsche llamaba "lectura lenta"— nos da alas, nos ayuda a elevarnos por encima del mundo y sus convenciones. "Todo lo que tiene alas", escribió Joubert, "está fuera del alcance de la leyes". Lo mismo da que sean leyes legales que leyes físicas. Todos los aficionados a los libros leemos para estar fuera del alcance de las normas, las órdenes o los reglamentos, sólo a merced de la literatura y, en última instancia, de la imaginación. Leemos porque volamos menos que las moscas (Petronio); leemos para fantasear que nos hemos quedado en París (Franz Kafka); leemos para enrollar el mundo alrededor de nuestros dedos (Fernando Pessoa); leemos para refugiarnos del incesante diluvio de la estupidez humana (J.K. Huysmans); leemos para erigirnos en reyes y emperadores de islotes deshabitados (Daniel Defoe); leemos para soñar grandezas que nos permitirán realizar por lo menos pequeñeces (Jules Renard).




"Los libros que uno se propone releer en la edad madura son muy semejantes a los lugares en donde uno quisiera envejecer". 

Joseph Joubert, Sobre arte y literatura


jueves, 19 de octubre de 2017

Por qué Clarice Lispector

Cuatro décadas después de su muerte, Clarice Lispector (1920-1977) continúa siendo un filón de precioso mineral. Convertida en una referencia ineludible de la literatura brasileña —y, si me apuran, hispanoamericana y europea, si no estuviéramos como estamos avasallados por la hipertrofia del gusto anglosajón—, Lispector no agota la capacidad de sorprender y sorprendernos en cada nuevo libro que se publica sobre ella, como Por qué este mundo: Una biografía de Clarice Lispector (Why This World: A Biography of Clarice Lispector, 2009; Siruela, 2017) de Benjamin Moser, un libro que alimenta y regenera, alumbra y aviva la obra de la autora de La pasión según G.H., La ciudad sitiada y Un aprendizaje o el libro de los placeres. Por una vez, hablar de una escritora única, singular, original, no es un artificio retórico, sino la mejor manera de describir el latido de una obra narrativa y periodística —recopilada en Revelación de un mundo y Descubrimientos— de una sola pieza, una unidad sin fisuras, salvo las del alma femenina. Y es en esas fisuras donde Lispector edificó sus barricadas narrativas para levantar un espacio de libertad que permitiera a sus heroínas (entre los 15 y los 89 años) tener un lugar propio. Las tensiones entre lo femenino y lo masculino no sólo se daban en sus novelas y relatos —"había atravesado el amor y su infierno", dice de una de sus protagonistas femeninas, Ana, en el relato Amor—, sino también en su propio ser, que sólo se entendía si se la veía en su conjunto: "Mujer y hombre, nativa y extranjera, judía y cristiana, niña y adulta, animal y persona, lesbiana y ama de casa, bruja y santa". Hay algo que no se le puede negar a Lispector, y es que escribía con el corazón en la mano, un corazón vigilante, alerta, siempre ojo avizor, porque, como escribió en su primera novela Cerca del corazón salvaje: "Las palabras son mentirosas". Como para Proust, para Lispector la realidad verdadera era interior, aun a sabiendas de que toda comprensión intensa es finalmente la revelación de una profunda incomprensión". Hay infinitas razones para quitarse el sombrero ante Por qué este mundo, la principal es que Moser escribe sabiendo dónde pisa y obviando el camino más reconocible. Por el contrario, se zambulle hasta en los ángulos muertos del inabarcable mundo de Lispector, una escritora de padres judíos ucranianos exiliados que parecía perdida —siempre con "aspecto de extranjera, de estar pasada de moda"—, y que está más viva, más actual, que nunca. Simplemente, imprescindible. 




"Clarice Lispector ha sido menos comparada con otros escritores que con místicos y santos. Como el lector de santa Teresa de Jesús o el de san Juan de la Cruz, el lector de Clarice Lispector llega a las tinieblas del alma. Emergió del mundo de los judíos de la Europa del Este, un mundo de santones y de milagros que ya había experimentado las primeras señales de la fatalidad. Trasladó esa ardiente vocación religiosa en declive a un nuevo mundo, un mundo en el que Dios había muerto". 

Benjamin Moser, Por qué este mundo


martes, 17 de octubre de 2017

El hombre del martillo

El 24 de noviembre se estrena en España la película En realidad, nunca estuviste aquí de Lynne Ramsay, basada en la novela corta de Jonathan Ames del mismo título (en el original inglés You Were Never Really Here, 2013; Principal de los Libros, 2015), una auténtica rareza en el ámbito de la novela negra, donde, después de una trayectoria semiclandestina este escritor, actor y cómico americano se ha hecho con un lugar propio. Siempre he supuesto que eso no significa, como parece sugerir la expresión, tener asegurado un alojamiento definitivo en el género que cultivaron Raymond Chandler y Donald Westlake, autores a los que Ames rinde homenaje en En realidad, nunca estuviste aquí. Los que leyeron la colección de relatos, maravillosos relatos, anteriormente publicados por Ames en nuestro país, Bored to Death (The Double Life is Twice as Good: Essays and Fiction, 2009; Principal de los Libros, 2014), ya conocen de cerca el estilo sencillo y la excelente y siempre inaudita descripción de caracteres de la que hace gala el autor en cada libro, desde que hizo su debut con Fugaz como la noche (Pass Like Night, 1989; Ultramar,1990), cuyo protagonista fue saludado por el escritor Philip Roth como "un cruce entre Jean Genet y Holden Caulfield en la era del sida". Su fuerza narrativa, de imágenes y resortes desafiantes (a veces humorísticos), lo han convertido en un escritor impredecible que ha sabido mantener el equilibrio en un género acostumbrado a perderlo a menudo. El planteamiento de En realidad, nunca estuviste aquí no puede ser más prometedor. Nos encontramos en un burdel de Manhattan, en compañía de un ex marine llamado Joe que se gana la vida rescatando a mujeres explotadas sexualmente. Tan despiadado con los demás como consigo mismo, Joe esconde tras su fachada de tipo duro a un hombre solitario, afligido, traumatizado por la violencia sufrida en la infancia. De todos los pensamientos a los que tiene que hacer frente, habrá uno que será el más determinante, el pensamiento del suicidio: "Ese pensamiento era como un metrónomo. Siempre presente, siempre sonando. A lo largo del día, cada tantos minutos, pensaba: debo matarme. [...] Durante las últimas semanas todas sus muertes tenían que ver con el agua. Su último plan era arrojarse al Hudson una noche desde el puente de Verrazano durante una marea alta. Las corrientes eran fuertes y le arrastrarían mar adentro. No quería dejar la molestia de un cadáver". Lo que separa a En realidad, nunca estuviste aquí de otras novelas del género es su excelente calidad literaria, las dotes de introspección psicológica de que hace gala el autor, el estilo elíptico como mandan los cánones, pero de sobriedad estilística y no meramente funcional. Todo ello surte de combustible altamente inflamable a una novela que acaba como comenzó: a golpes. Unas veces con los puños, otras con el martillo.




“El martillo era el arma favorita de Joe. Era hijo de su padre, después de todo. Además, el martillo dejaba muy pocas marcas, era excelente en espacios reducidos, y al parecer horrorizaba a todo el mundo. Ocupaba un lugar de terror universal en la mente humana”. 

Jonathan Ames, En realidad, nunca estuviste aquí


sábado, 14 de octubre de 2017

El factor humano

La fotogenia de los parajes con entornos nevados en montañas, en lagos, en casas aisladas en mitad de la nada, debe ejercer un fuerte atractivo para los escritores nórdicos —Stieg Larsson, Henning Mankell, Jo Nesbø, Camilla Läckberg, Åsa Larsson, Leif G. W. Persson, Per Wahlöö y Maj Sjöwall— a la hora de escribir sobre sucesos misteriosos, violaciones y asesinatos. Sin embargo, no se trata sólo de una cuestión de fotogenia: las características del paisaje escandinavo ofrecen la posibilidad de acentuar una de las bases sobre las que suele apoyarse este tipo de literatura noir nacida del frío: la indefensión de los personajes, la soledad del ser humano en paisajes de belleza gélida. La adaptación cinematográfica de El muñeco de nieve (Snømannen, 2007; Roja y negra, 2017) de Jo Nesbø juega con ambas cosas, aunque desde el primer momento renuncia a otra más importante, y que hacen especiales las novelas del escritor noruego protagonizadas por el detective Harry Hole: el interés humano de los personajes. El muñeco de nieve, dirigida por Tomas Alfredson a partir de un guión escrito por Hossein Amini y Peter Straughan, carece del factor humano y entrega a cambio una trama enrevesada y compleja donde los personajes interesan más bien poco, o al menos uno se queda con la molesta sensación de que, para hacer más efectiva la sorpresa final, los guionistas le han privado de la oportunidad de conocer a fondo a los personajes. No hay una sola secuencia de El muñeco de nieve que no esté contada a medias, y es justo subrayarlo porque incide negativamente en el conjunto. Los aciertos, pocos pero respetables, de la película hay que rastrearlos en la manera que tiene Alfredson —otrora director de Déjame entrar— de visualizar el relato: en su estupenda forma de llenar el plano con encuadres atrevidos y puntos de vista originales, que sin embargo no son suficiente para hacernos olvidar que los maravillosos personajes creados por Nesbø —Harry, Rakel, Oleg— son sólo un añadido, una mera guarnición que acompaña a la nívea endeblez de la historia construida. La única incógnita que El muñeco de nieve plantea al espectador reside en saber si la carrera cinematográfica del detective noruego Harry Hole tendrá continuación. La película de Alfredson no es más que una bola de nieve que se deshace a los pocos minutos de haber sido lanzada al aire. En verdad se hace difícil encontrar algún motivo para ver, que no recomendar, esta primera adaptación al cine de la serie Harry Hole, cuyo último título por el momento, La sed (The Thirst, 2017; Roja y negra, 2017), hace el número once.


  

“Oyó el zumbido del timbre en el interior, como el de un abejorro atrapado en un tarro de mermelada. Mientras esperaba sintió crecer su desesperación, y miró hacia las ventanas del vecino. No dejaban ver nada, solo le devolvían el reflejo de unos manzanos desnudos y negros, el cielo gris y un paisaje lechoso. Al fin, oyó pasos tras la puerta y respiró aliviada. Un segundo después estaba dentro y en sus brazos. [...] Ella se dio cuenta de que la irritación empezaba a empañarle la voz al mismo tiempo que la mano, esa mano fuerte pero suave, bajaba por la piel de la espalda y se adentraba por la cinturilla de la falda y los leotardos. Eran como una pareja de baile bien entrenada que conocía el menor movimiento del otro, los pasos, la respiración, el ritmo. Primero la pasión blanca. La buena. Luego la negra. El dolor”. 

Jo Nesbø, El muñeco de nieve


jueves, 12 de octubre de 2017

Llamadas telefónicas

Apenas al inicio de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, su protagonista Holden Caulfield encabeza sus reflexiones sobre sus libros favoritos con esta frase: “Los libros que de verdad me vuelven loco son esos libros que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera amigo tuyo y pudieras llamarle por teléfono cuando quisieras”. Ojalá pudiera llamar a Salinger. O a Truman Capote, Carson McCullers, Clarice Lispector, Virginia Woolf, Bruce Chatwin, Richard Brautigan, Philip K. Dick, Kurt Vonnegut, Julio Cortázar o Roberto Bolaño. Aunque si tuviera que hacer una llamada telefónica en este momento llamaría a Mark Richard, de quien la editorial Dirty Works acaba de publicar Casa de oración nº 2 (House of Prayer No. 2: A Writer's Journey Home, 2011; 2017), un insólito, conmovedor y asombroso retrato de su infancia en el Sur de los Estados Unidos. Mark Richard, de ascendencia cajún-creole-francesa, lo tuvo difícil desde el principio: nació en Lake Charles, Louisiana, con una deformidad en las caderas que le convirtió en un niño frágil, vulnerable e indefenso: "Imagina que nace un ‘niño especial’, lo que en el Sur viene a ser algo entre síndrome de Down y dislexia. [...] Llévate al niño a Manhattan, en el estado de Kansas, en pleno invierno, sin nadie que vaya a verlo aparte de un mirón chino, con su carita amarilla pegada a las ventanas en las frías noches. [...] De compañera de juegos, tráele al niño una chica con síndrome de Down que lo adora. Es hija del médico de la alta sociedad y le dan miedo los truenos. Cuando hay tormenta, se esconde, y sólo el niño especial la puede encontrar". Al igual que en sus relatos, reunidos bajo el título El hielo en el fin del mundo (The Ice at the Bottom of the World, 1989; Dirty Works, 2016), en Casa de oración nº 2 Richard utiliza un lenguaje crudo (y no exento de humor soterrado) para narrar la miseria cotidiana de un Sur racista y decadente del que escapó tan pronto como pudo para faenar en barcos balleneros como Herman Melville y más tarde labrarse una carrera como escritor en Nueva York. Richard no tiene reparos en asestar, como tantas veces hiciera Erskine Caldwell, un durísimo golpe al tejido religioso, social y moral del mundo sureño. Es muy difícil escribir sobre la mugre, la miseria y precariedad de la infancia y conquistar al lector con la sensación de que es la primera vez que nos cuentan algo así, o de modo diferente, y ese es uno de los grandes logros de Casa de oración nº 2, que va adquiriendo mayor peso, gravedad y profundidad a medida que avanzamos en la lectura. Ahora no se puede decir que sólo la ha rozado, como en el relato Abandonados, incluido en El hielo en el fin del mundo: Richard ha abrazado definitivamente la grandeza como escritor.




 "Cuando cortan la escayola para sacarte, te sorprende que no haya bichos, pero tus piernas se han atrofiado hasta convertirse en dos palillos peludos de carne podrida. Puedes raspar los pelos y quitar la piel muerta pegada al hueso con una uña. Tiempo después te enterarás de que los médicos piensan que dejar a niños metidos en corsés de escayola durante mucho tiempo no es una buena idea [...] Gloria al engendro recién nacido". 

Mark Richard, Casa de oración nº 2


domingo, 8 de octubre de 2017

El ser y la nada

He aquí a dos cineastas, Ridley Scott y Denis Villeneuve, que estaban destinados a encontrarse. El director de La llegada —que está preparando una nueva adaptación al cine de Dune, el clásico de Frank Herbert llevado a la pantalla por David Lynch en 1984— y el director de Blade Runner, basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick, se consolidan como uno de los tándems que, metidos de lleno en el siglo XXI, parecen realmente capacitados para plantar cara al futuro. Blade Runner 2049, la secuela de Villeneuve de la película de Scott, es un tour de force técnico que rompe firmemente con la tradición de la ciencia ficción y lo fantástico en el campo de las distopías. La consigna es no repetirse o, mejor dicho, no quedarse en el asombro de la primera mirada. Sin lugar a dudas la influencia de la obra Scott —aquí en labores de producción— actúa sobre la de Villeneuve, pero también la obra del escritor ruso en lengua inglesa Vladimir Nabokov, cuya novela Pálido fuego (Pale Fire, 1962; Anagrama, 2017, 7ª edición) lee en la película el agente de policía de Los Ángeles KDC-3-7, o K, interpretado por Ryan Gosling. Pálido fuego, más que una novela —que, para quienes no la hayan leído, narra el análisis delirante que el profesor Charles Kinbote realiza de un poema de mil versos escrito por el poeta John Shade acerca de un lejano país llamado Zembla y de su rey, Charles Xavier Vseslav (el propio Kinbote)—, es en realidad un laberinto de géneros, intrigas e identidades imaginarias. Lo mismo podríamos decir de Blade Runner 2049. La película de Villeneuve es una casa de espejos en la que la verdad y la ilusión se cruzan con toda la belleza y maestría de que es capaz de filmar un cineasta poeta. Blade Runner 2049 es, sobre todas las cosas, una película sobre la necesidad y el deseo de sentir, de existir, de ser, como un estado contrapuesto a la ausencia de conciencia de vida. K —la inicial ya anticipa tenebrosas similitudes con el universo expresado en las pesadillas de Kafka— se enfrentra al horror de no saber qué es real y qué no de sí mismo. Toda la película, a partir de aquí, asume los rasgos de una intensa y lúcida desazón existencialista que remite a Sartre. Villeneuve demuestra que no existe otro género mejor que la ciencia ficción para aunar lo físico y lo metafísico, para lograr disparar la emoción hasta lo sublime y arrojar, en su fabuloso camino, prístina luz sobre el ser y la nada. El resultado es una película inmensa: lo son los exteriores y los interiores y lo es la historia de K, mecanismo oscuro y trágico de una sociedad deshumanizada.


 


 "Simples resortes y espirales producían los movimientos internos de este hombre mecánico". 

Vladimir Nabokov, Pálido fuego


jueves, 5 de octubre de 2017

Un Nobel del mundo flotante

Retomando cierta frase hecha se podría afirmar que los caminos de la Academia Sueca son, ciertamente, inescrutables. Poco podía imaginar el escritor británico de origen japonés Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) que este jueves —hace pocas horas— le arrebataría el premio Nobel de Literatura 2017 a su compatriota Haruki Murakami, favorito en todas las casas de apuestas. Desde su traslado a los seis años a Surrey, Inglaterra, país en el que lleva publicadas siete novelas, Pálida luz en las colinas (1982), Un artista del mundo flotante (1986), Los restos del día (1989), Los inconsolables (1995), Cuando fuimos huérfanos (2000), Nunca me abandones (2005) y El gigante enterrado (2015) —todas publicadas en España por Anagrama—, Ishiguro ha desarrollado una obra literaria que escapa a modas y tendencias, o más bien, como escribió el crítico Javier Aparicio Maydeu, en un artículo titulado En el laboratorio de géneros publicado en Babelia: "No es que Ishiguro no siga las tendencias, ocurre que las sigue a destiempo, las elige cuando no están vigentes y las restituye. Ah, y, a la vieja usanza, es él, el autor, el que va a buscarlas, no permite que ellas, las tendencias, lo vengan a buscar a él". Ishiguro bien puede ser el primer novelista —aunque unos pocos segundos por delante de Julian Barnes, Ian McEwan y Martin Amis— de su generación, y ciertamente uno de los pocos de los que puede decirse que posee una sensibilidad híbrida que le permite entrar y salir de los géneros más populares (novela negra, ciencia ficción, fantasía heroica) y llevarlos a niveles de eficacia y sofisticación increíbles. Si bien Ishiguro no es un escritor prolífico, es un escritor en marcha, atento a los acontecimientos del mundo flotante actual, no muy diferente al del período Edo de la historia de Japón, que "vivía sólo para el momento", como escribió Asai Ryōi en Historia del mundo flotante (1661). La novela más reciente de Ishiguro, El gigante enterrado (The Buried Giant, 2015; Anagrama, 2016), ambientada en la Inglaterra del siglo VI, narra la historia de una pareja de ancianos, Axl y Beatrice, que deciden emprender un viaje en busca de su hijo, aunque no logran recordar las causas de su partida. Tanto Axl como Beatrice han perdido la memoria, pero no por la edad, sino debido a una misteriosa niebla que borra los recuerdos a medida que se expande por la región. El gigante enterrado tiene un formato clásico de novela de aventuras y una trama coral en la que colisionan personajes a cada cual más insólito: Sir Gawain, el sobrino de rey Arturo; Wistan, un guerrero sajón; Querig, un dragón hembra; ogros y trasgos. A todos ellos modela Ishiguro como el más versado de los herreros: esculpidos a martillazos pero cuidados hasta el último detalle. Cuando se publicó la novela original, algunos se preguntaron si Ishiguro había querido darle algún significado alegórico que no resulta evidente, pero que existe según el escritor Neil Gaiman. Tal vez sólo sea una vía para evadirse de este mundo que se ha vuelto tan feo, falso y violento.




 "Me pregunto si lo que sentimos hoy en nuestros corazones no es semejante a esas gotas de lluvia que siguen cayendo sobre nosotros desde las hojas empapadas que tenemos encima, pese a que en el cielo ya hace rato que ha dejado de llover. Me pregunto si, sin nuestros recuerdos, lo único que le espera a nuestro amor es apagarse y morir". 

Kazuro Ishiguro, El gigante enterrado


miércoles, 4 de octubre de 2017

Quedarse en la olla o saltar a tiempo

Decía Susan Sontag que los Estados Unidos son un país anómalo. También lo son sus escritoras. Sin ir más lejos tengo desplegadas delante de mí tres novelas de tintes autobiográficos que forman un único tejido orgánico de vidas e ideas interconectadas escritas por tres escritoras anómalas: La campana de cristal de Sylvia Plath, Diario de un ama de casa desquiciada de Sue Kaufman y Miedo a volar de Erica Jong. De las tres, Kaufman es la que peor suerte ha corrido en España, hasta el punto de ser una perfecta desconocida hasta fecha muy reciente. En 2010, la editorial Libros del Asteroide la rescató del olvido con la publicación de su tercera novela  Diario de un ama de casa desquiciada (Diary of a Mad Housewife, 1967; 2013, 5ª edición). Puede que alguien dude sobre si darle mayor importancia a la historia de Esther Greenwood, una joven estudiante que sufre una depresión nerviosa (La campana de cristal), o a la de Isadora Wing, una soñadora compulsiva que escribe poemas eróticos sin haber experimentado nunca el verdadero placer (Miedo a volar), pero lo que es indiscutible es que Tina Balser, la sofisticada ama de casa que vive infelizmente con su marido y sus dos hijas ("De repente comprendí los misterios de infanticidio") en Manhattan, es una de esas creaciones literarias en la que nos leemos a nosotros mismos, independientemente de que seamos hombres o mujeres. Ácida sátira de las mujeres perfectas, comprensivas y cariñosas —sin llegar a las cimas del horror doméstico de Las poseídas de Stepford de Ira Levin— Diario de un ama de casa desquiciada ahonda en los entresijos de alcoba del american way of life. Kaufman sitúa a Tina en el borde del abismo y deja que sea ella misma quien decida si dar o no el último paso: "Ayer por la mañana me quedé un rato delante de la ventana del dormitorio, tratando de tener suficiente valor para abrirla y saltar, pero Tina la Comediante ganó la partida: tuve una visión de mi misma flotando por encima de Central Park West como Mary Poppins, con mi falda de tweed y mis enaguas abullonándose, y decidí quedarme dentro”. En la vida real Kaufman no se quedó dentro, sino que saltó desde la décima planta de su apartamento en Manhattan, tras sufrir una larga enfermedad. El salto al vacío, no sólo como metáfora, se repite en su novela Caída libre (Falling Bodies, 1974), publicada recientemente por la editorial Círculo de Tiza. Al igual que en Diario de un ama de casa desquiciada, en Caída libre encontramos en la historia de Emma Sohier, casada con un prestigioso editor y madre de un adolescente de once años, el mismo clima de alienación, la misma tensión entre la idea de felicidad y las ataduras de la vida doméstica. Emma y Tina son como dos gotas de agua o de Chanel n°5, son seres frágiles que se sienten oprimidos y enfermos, incapaces de cuidarse a sí mismos. No sólo Gatsby, el héroe por antonomasia de Scott Fitzgerald, busca la luz verde redentora ("Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros. En ese entonces nos fue esquivo, pero no importa; mañana correremos más lejos, extenderemos los brazos más lejos"), también las heroínas de Kaufman necesitan una catarsis que las libere de la olla a presión que es el día a día de un ama de casa cosmopolita.




 "Finalmente llamé a Popkin y fui a verlo, preparada para una especie de puesta a punto, tal vez para un refrito de la historia de Electra. [...] ¡Dios! Yo pensaba que sólo escuchaban, no que también hablaran. Pero he descubierto que hay dos tipos de psicoanalistas: los que hablan y los que escuchan. Me ha tocado uno de los que hablan. Me escucha y, luego, habla él. Y no sólo habla, ¡Dios! ¡Hay tantas cosas de mí que le parecen mal! A veces me dan ganas de levantarme del diván y tirarme por la ventana de su consulta de la Quinta Avenida". 

Sue Kaufman, Diario de un ama de casa desquiciada


lunes, 2 de octubre de 2017

Mujeres de ayer, hoy y siempre

Cualquiera que se acerque por primera vez a los diez relatos de escritoras estadounidenses del siglo XIX seleccionados y traducidos por Gloria Fortún bajo el título La nueva mujer (Dos bigotes, 2017), incluso en calidad de mero espeleólogo de las muchas desigualdades que soportaron las mujeres de aquel tiempo —se les negó el derecho al sufragio; estaban excluidas de la educación profesional y de la mayoría de las escuelas superiores; y no podían tener propiedades: ellas mismas eran propiedades de los maridos— sentirá la bofetada cálida de unas voces femeninas que trazan un recorrido introspectivo, de conocimiento interior, por la experiencia vital de ser mujer (o ser afeminado u homosexual, como en el relato de Willa Cather El caso de Paul: estudio de una personalidad) en un mundo en el que todo lo asociado con tal condición estaba abocado a una dramática decepción. Es lo que le ocurre a Mary Dunn, la protagonista de El marido de Tom de Sarah Orne Jewett, de quien la editorial Dos bigotes publicó en 2015 su novela La tierra de los abetos puntiagudos. Mary se toma las tareas domésticas como el mayor de los castigos, por eso deja que su marido Tom se encargue de la casa mientras ella se ocupa de poner a punto un viejo molino: "Así que yo voy a ser la esposa y tú el marido. [...] La verdad es que no me importa. Será divertido escuchar los comentarios de la gente. Es una nueva forma de hacer las cosas, desde luego. Hoy en día las mujeres piensan que pueden hacerlo todo mejor que los hombres, pero al parecer yo soy el primer hombre al que le hubiera gustado ser una mujer". Sin embargo, cuando el negocio sale adelante, haciendo que su marido tome conciencia de que "ella podía arreglárselas muy bien sin él", Tom decide llevársela contra su voluntad de viaje a Europa para demostrarle quién manda. En los relatos de Zitkala-Ša, Kate Chopin, Susan Glaspell, Harriet E. Prescott Spofford, Sui Sin Far, Sarah Orne Jewett, Charlotte Perkins Gilman, Catharine Maria Sedgwick y Mary Austin se cumplen tres cosas  denigrantes que siguen vigentes hoy en día en algunos países: ser mujeres, pensar por sí mismas y buscar su emancipación, aprovechando la oportunidad que les brindaba el cambio de las condiciones de vida estadounidense, entre ellas la expansión hacia el oeste y la industralización de las ciudades del este, que asumieron el papel que antes tenían preferentemente las comunidades agrícolas. Esta antología cuidadosamente escogida y pensada por Gloria Fortún no sería el tótem literario que es si faltara alguna de las escritoras citadas. No obstante, echo de menos a alguna autora afroamericana como Sojourner Truth (1797-1883), Harriet Jacobs (1813-1897) o Harriet E. Wilson (1825-1900) que a su condición de mujeres tuvieron que añadir su condición de esclavas —en el caso de las dos primeras— y negras. Tal vez en una próxima reedición de la obra tengan un espacio propio. De lo que no me cabe duda es de que habrá una, dos y hasta tres reediciones. No se merece menos tanta excelencia femenina.




 "La satisfacción, incluso cuando uno ha cenado bien, nunca es un sentimiento ni tan interesante ni tan excitante como el hambre".

Sarah Orne Jewett, El marido de Tom (De La nueva mujer)