jueves, 28 de septiembre de 2017

Del amor y otras proteínas

Un grupo de científicos italianos ha dado con una explicación muy loca de por qué la pasión amorosa no dura mucho, como máximo poco más de un año, pese a que hay quien sostiene, como el escritor francés Frédéric Beigbeder, que el amor dura tres años. Al parecer cuando una persona se enamora de otra, independientemente de su orientación sexual, los niveles de la proteína llamada factor de crecimiento nervioso (FCN o NFG, en inglés) se elevan considerablemente. Sin embargo, pasado un tiempo, los niveles de esta proteína disminuyen significativamente. Esto no quita para que la pasión amorosa lleve en sí, implícito en su ADN, de un modo u otro, la idea del enajenamiento o del fatalismo romántico, objeto de la atención de poetas y escritores a lo largo de los siglos. "En nuestros momentos de mayor idealismo, nos figuramos que el amor [...] no tiene condiciones ni límite alguno", apunta Alain de Botton en El placer del amor (Essays In Love, 1993, también publicado como On Love: A Novel, 2006; Lumen, 2017), aludiendo a nuestra falta de visión más allá de nuestras narices. Por algo se dice que el amor es ciego. La historia de la literatura habla por sí sola, ejemplos los tenemos a cientos: Romeo y Julieta, Cyrano de Bergerac y Roxana, Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy, Anna Karénina y el conde Vronski, Rebeca y Maxim de Winter, Lolita y Humbert Humbert, etcétera. Cabe preguntarse si de haber sido reales Romeo y Julieta hubieran sentido el hastío o el cansancio, o por decirlo con el título de otro ensayo-novela de Botton, La fatiga del amor (The Course of Love, 2016; Lumen, 2017). Según los científicos italianos, la fatiga del amor no es más que una bajada drástica de los niveles de la susodicha proteína descubierta en 1952 por la neuróloga Rita Levi-Montalcini. Pues ahora que lo dicen, es probable que la razón principal por la que el escritor americano Nelson Algren decidió terminar su relación con Simone de Beauvoir, filósofa, feminista y autora de El segundo sexo, fuera la carencia de la proteína FCN en su sistema nervioso. No obstante, hay quienes mantienen que lo que acabó con esta relación fue la no aceptación de Algren de compartir a Beauvoir con Jean-Paul Sartre. "Desde el primer día me sentí culpable por darte tan poco a pesar que tenía tanto amor. [...] No podía dejar a Sartre, la escritura y Francia”, se sinceró Beauvoir en una carta a Algren. Sea como fuere, lo que es seguro es que el amor no tiene cura. Y si encima no contamos con la proteína adecuada, la tarea se hace más complicada. Por si fuera poco, en El placer del amor, Botton se descuelga con esta afirmación: “No amaríamos si no tuviéramos alguna carencia". ¿En qué quedamos? En fin, háganse con esta maravilla de edición antes de que las autoridades sanitarias competentes la retiren.




 "La tragedia del amor es que no logra escapar a la dimensión temporal. Cuando se está enamorado de alguien, resulta particularmente cruel recordar la propia indiferencia para con amores pasados. Hay algo espantoso en la idea de que la persona por la que uno sacrificaría cualquier cosa en un momento dado unos meses más tarde pueda hacer que uno pase a la acera —o librería— de enfrente para evitarla".

Alain de Botton, El placer del amor


lunes, 25 de septiembre de 2017

Crímenes del corazón

Tras el éxito fulminante de su primera novela, Canciones de amor a quemarropa (Shotgun Lovesongs, 2014; Libros del Asteroide, 2015), sobre un grupo de amigos de un pueblo de Wisconsin que crecen a 33 revoluciones por minuto, Nickolas Butler lo tenía difícil, pero no imposible. En su segunda novela, El corazón de los hombres (The Hearts of Men, 2017; Libros del Asteroide, 2017), Butler pasa revisión al pasado reciente de la sociedad americana a través de tres generaciones de una familia de clase media. Sus personajes son criaturas torturadas y perdidas, desesperadas por encontrar la manera de desligarse del fracaso familiar que el destino les tiene programado a cada uno de sus miembros. No obstante, la novela hace hincapié en la relación que se establece entre Nelson Doughty, un chico de trece años, apodado el Corneta, y Jonathan Quick, de quince años, en un campamento de boy scouts a principios de los años sesenta. Página tras página la vida de estos dos chicos, convertidos luego en adultos, se va desvelando con la lánguida cadencia, con la descarnada añoranza y romanticismo de una balada crepuscular. El verdadero tema de El corazón de los hombres es el aprendizaje de la vida, la difícil lucha de dos adolescentes —a los que más tarde se sumarán Trevor y Thomas, el hijo y el nieto de Jonathan— por emerger a la superficie de sí mismos. En este sentido, Butler es tan hijo de Salinger como de John Irving —sin duda su referencia más directa— o del Rick Moody de La tormenta de hielo, una novela hace tiempo descatalogada que, en mi opinión, merece una reedición urgente. Butler es a estas alturas un escritor diestro, que sabe dónde hay que golpear para despertar conciencias y cómo tensar su escritura hasta que cada palabra suene con la ferocidad de una motosierra: "No todos esos chicos se convertirán en hombres buenos, Nelson, en seres humanos buenos. Hacemos cuanto podemos, no dejamos escapar una maldita oportunidad para guiarlos e instruirlos. Pero al final... Alguno de los chicos de este comedor será un asesino; otro, un atracador de bancos. Algunos de los chicos de este comedor engañarán al fisco; otros, a sus mujeres. Me gustaría que las cosas fueran distintas. Pero cuando te oigo tocar la corneta, oigo más que a un chico soplando aire. Oigo algo que resuena en el tiempo. Algo bueno". El corazón de los hombres es una radiografía impecable, implacable, lúcida y tierna de una familia en descomposición, pero también de una sociedad hipócrita y machista, incapaz de reconocerse a sí misma. La elegía que entona Butler no sólo es por América, sino también por el propio corazón humano, capaz de lo mejor y de lo peor. En el roce de estas dos placas tectónicas —y en las ilusiones perdidas de unos jóvenes que empiezan a vivir—, es donde su novela adquiere verdadera relevancia. Sin rodeos: una maravilla de historia.




"Los Boy Scouts de Estados Unidos nunca habían destacado por su sutileza, ni tampoco por su sensibilidad. Un scout es: digno de confianza, leal, servicial, simpático, educado, amable, obediente, ahorrador, valiente, limpio y respetuoso. Pero gay no, por ejemplo, ni chica, ni ateo, por lo visto. Jonathan tenía una opinión sombría y pesimista respecto al mundo, pero no era dogmático. Los Boy Scouts, como organización, le parecían una terca hermandad de jóvenes republicanos paramilitares que se aferraban desesperados a una noción decimonónica de lo bueno, en un mundo en el que existían los misiles balísticos intercontinentales, Jerry Springer, Unabomber y, ahora, para rematarlo, una oveja clonada llamada Dolly".

Nickolas Butler, El corazón de los hombres


viernes, 22 de septiembre de 2017

En la gama de grises

Llámenme loco, pero creo que el escritor americano de origen armenio William Saroyan mereció ganar el premio Nobel de Literatura en 1980 —murió al año siguiente de cáncer a los 73 años— en lugar del polaco Czesław Miłosz, quien todavía viviría 23 años más, hasta los 93 años. En un artículo publicado por Rafael Conte, titulado La sospechosa inocencia de William Saroyan, el crítico de El País mostraba su sorpresa por el fallecimiento del escritor el 18 de mayo de 1981: "La muerte de William Saroyan nos ha sorprendido tanto como el hecho mismo de que todavía viviera. Y es que sus libros formaban parte de nuestra niñez, de nuestra adolescencia, de una juventud demasiado efímera, arrebatada casi enseguida de empezar a serlo por las necesidades urgentes de esta cultura de la prisa". Es sin duda esta cultura de la prisa la que ha hecho que los libros de Saroyan, publicados en España por Acantilado —El joven audaz sobre el trapecio volante (The Daring Young Man On The Flying Trapeze, 1934; 2004), La comedia humana (The Human Comedy, 1943; 2004), Me llamo Aram (My Name Is Aram, 1940; 2005), Las aventuras de Wesley Jackson (The Adventures of Wesley Jackson,1946; 2006), Cosa de risa (The Laughing Matter, 1953; 2008) y El tigre de Tracy (Tracy's Tiger, 1951; 2011)—, no hayan tenido el éxito, pero, sobre todo, la atención, que merecían y merecen. Pocos obras exhiben impúdicamente ese anhelo de trascendencia, de transmitir sentimientos, emociones reales, de hacer algo con la literatura que cambie vidas como la obra de Saroyan, donde conviven el recuerdo del ayer y la burla del mañana. Entre estos dos extremos se mueve precisamente el protagonista de Un día en el atardecer del mundo (One Day in the Afternoon of the World, 1964; 2017), novela autobiográfica que acaba de publicar Acantilado. Yep Muscat es un dramaturgo de éxito venido a menos y entre las razones se encuentran los cambios producidos en la sociedad americana en la década de 1950: "Lo que nos hizo ser un gran país fue que nos negábamos a ser cuidadosos, con nada. Ahora tenemos que ser cuidadosos con todo. [...] Pero ser tan precavido mata el espíritu. Hace la vida aburrida". Un día en el atardecer del mundo desmenuza relaciones familiares y negocios literarios en un contexto a la deriva —que procede de Scott Fitzgerald—, donde el protagonista ha roto amarras con la permanencia afectiva y la certidumbre de existir. Uno no sabe muy bien cómo clasificar esta novela bastante distanciada de la “confraternidad humana” que mostró en sus primeras obras.  Como novela en sí, sin establecer diálogo con su propia obra, Un día en el atardecer del mundo es una ficción sobre la madurez y la renuncia a la ferocidad de espíritu a que las circunstancias a veces nos obligan. Lo que podría ser una amarga claudicación es en realidad una historia de supervivencia contada en la gama de grises. 




"—Llámeme Larry. Dicho sea de paso, he pensado mucho en ese asunto de los nombres. Algunos nombres son nombres y otros no. El de usted lo es. Yep Muscat pega con lo que usted escribe. Le pega. Siempre he querido conocerlo y decirle cuánto admiro lo que escribe, lo he leído todo. […] Confidencialmente, Yep, dígame una cosa, ¿eh? ¿Qué le ha pasado? Quiero decir, ¿qué le ha pasado a su literatura? Espero que no le importe que se lo pregunte. Desde hace diez años o más, en fin, su estilo ha cambiado. 
—Creo que eso es lo que le ha pasado. En primer lugar empecé a escribir porque quería que todo cambiara, y quería tenerlo todo por escrito tal como había sido. Sólo un poco de todo, por supuesto.  Un poco de mi poco. Para poner por escrito algo más que un poco tendría que escribir día y noche, eternamente, y es imposible hacerlo, siempre lo he sabido".

William Saroyan, Un día en el atardecer del mundo


miércoles, 20 de septiembre de 2017

Suicidios ejemplares

El pasado 12 de septiembre se cumplieron nueve años del suicidio del autor de La broma infinita (Infinite Jest, 1996; Mondadori, 2002). Siempre me llamó la atención David Foster Wallace. Desde que supe de él por el libro de ensayos Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (A Supposedly Fun Thing I'll Never Do Again, 1997; Mondadori, 2001) sobre un viaje de una semana a bordo de un crucero por el mar Caribe. Me llamó la atención que a Foster Wallace le importara un carajo que el diseñador gráfico del libro —en cualquiera de las lenguas del mundo— se las viera y se las deseara para introducir el título en la portada y aún quedase espacio para poner su nombre. Me llamó la atención la cantidad de material pop que introducía en sus ensayos —también en sus novelas y relatos—, que para él no se diferenciaba en nada de lo que otros autores como Thoreau o Emerson escribían sobre árboles y parques y caminar hasta el río hace un siglo: “Simplemente se trata de la textura del mundo en el que vivo. [...] Creo que es el mejor momento para estar vivo y probablemente sea el mejor momento para ser escritor. No estoy seguro de que sea el momento más fácil”. Sin duda no fue el momento más fácil, como tampoco lo fue para Ernest Hemingway, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Yukio Mishima o Primo Levi (*). Su suicidio por ahorcamiento en 2008, nos privó de conocer su opinión personal sobre el 45 presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a quien seguro habría reservado un sitio en su libro Entrevistas breves con hombres repulsivos (Brief Interviews with Hideous Men, 1999, Mondadori, 2001). Independientemente de si Foster Wallace sufría depresión o no (o que pensase que el suicidio era algo supuestamente divertido que nunca volvería a hacer, eso seguro), me niego a pensar que su muerte haya sido en balde. Prefiero pensar, como dijo Kurt Vonnegut en una ocasión, que un escritor es como el canario en la mina de carbón que detecta los problemas un poco antes que los demás. Supongo que Foster Wallace quiso advertirnos en una arriesgada pirueta que lo honra. Lo que no sabemos es de qué. Lo mejor es tomárselo con humor como hace el historietista argentino Liniers en sus tiras cómicas. 



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(*) Todos ellos, lejos de coquetear con el suicido, como los protagonistas de los relatos de Enrique Vila-Matas Suicidios ejemplares, pusieron en práctica una amplia gama de medios: volarse la tapa de los sesos, arrojarse a las aguas de un río, abrir el gas y meter la cabeza en el horno, destriparse con una katana, tirarse por el hueco de una escalera.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Octubre en el menú

Tengo en casa un estante con las obras de fantasía y ciencia ficción de China Miéville —La ciudad y la ciudad, Kraken, Embassytown, Un Lun Dun, El mar de hierro, La cicatriz, La estación de la calle Pedido, Los últimos días de Nueva París—, que no sé si es el sitio más adecuado para colocar su último libro, Octubre (October. The Story of the Russian Revolution, 2017; Akal, 2017), donde traza una nueva perspectiva histórica de la Revolución rusa, cuyo centenario se cumple el próximo 26 de octubre (correspondiente al calendario juliano vigente en Rusia hasta 1918), en el que fue tomado el Palacio de Invierno, la majestuosa residencia imperial en la que se encontraban los miembros del gobierno provisional opositores de los bolcheviques. Tras la revolución de febrero de 1917 que destronó al zar Nicolás II, el Palacio de Invierno fue el último de los edificios clave en caer en manos de los soviets, tras un asalto conjunto de marineros, soldados y obreros después de una salva de disparos de cañón del crucero Aurora: "El oleoso destello de las deflagraciones se reflejaba sobre el Nevá. Los obuses se elevaban, ardiendo en la noche y silbando mientras descendían hacia su objetivo. Muchos, por piedad o incompetencia, estallaban ruidosos, espectaculares e inofensivos, sobre las aguas. [...] Era el final de partida en el Palacio de Invierno. El viento atravesaba los cristales rotos. Las amplias cámaras del palacio estaban frías. Los soldados, desconsolados, privados de propósito, se paseaban, dejando atrás las águilas de dos cabezas del salón del trono. Los invasores llegaron a la habitación personal de emperador. Estaba vacía. Allí se demoraron, descargando su rabia en los retratos, clavando sus bayonetas en un inexpresivo y estólido Nicolás II de tamaño real que colgaba de la pared. Atacaron el cuadro como bestias con garras, dejando largos arañazos, desde la cabeza del antiguo zar hasta sus botas". En Historia alternativa del siglo XX, John Higgs señala como principal problema de los imperios el que éstos no tienen en cuenta la individualidad de la gente, y el imperio ruso no fue una excepción. La Revolución rusa de 1917 fue una ola de agitación política de masas por las dos grades alas del marxismo ruso: los mencheviques de Mártov y los bolcheviques de Lenin. Octubre de China Miéville es uno de esos —pocos— libros de historia que encienden el alma de quien los lee. Miéville no sólo se sale del camino trillado, sino que nos ofrece un menú de degustación distinto y variado como las epopeyas homéricas o las gestas medievales. 




"El año 1917 fue una epopeya: una concatenación de aventuras, esperanzas, traiciones, coincidencias improbables, guerra e intrigas; una sucesión de valentía y cobardía, de estupidez, farsas, proezas, tragedia, ambiciones y cambios que marcan época; luces deslumbrantes, acero, sombras, raíles y trenes. [...] La historia de 1917 —nacida de una larga prehistoria— es, por encima de todo, la historia de sus calles".

China Miéville, Octubre


viernes, 15 de septiembre de 2017

¿Quién es Edward O. Wilson y por qué está diciendo esas cosas terribles sobre la Tierra?

Si hay un científico con autoridad moral para decir que "el mundo se acaba (por segunda vez)", ese es el biólogo y naturalista americano Edward O. Wilson, autor de La diversidad de la vida (The Diversity of Life,1992; Crítica, 1994), La Creación: salvemos la vida en la Tierra (The Creation: An Appeal to Save Life on Earth, 2006; Katz, 2007), El sentido de la existencia humana (The Meaning of Human Existence, 2014; Gedisa, 2016) y, más recientemente, Medio Planeta (Half-Earth, 2016; Errata naturae, 2017), donde sostiene que si preservamos la mitad de la Tierra libre de seres humanos será suficiente para detener la extinción de numerosas especies vegetales y animales, pero "si escogemos el camino de la destrucción, el planeta seguirá precipitándose de forma irreversible en el Antropoceno, la época final desde el punto de vista biológico en la que el planeta existe casi en exclusiva por y para nosotros. Prefiero denominar esta opción con otro nombre, el Eremoceno, la edad de la soledad. El Eremoceno es básicamente la era de la gente, de las plantas y animales domésticos". Pocos científicos han sido capaces de crear una conexión emocional tan fuerte con la Tierra como Wilson. Medio Planeta no sólo es la culminación de un romance de casi un siglo —nació en 1929— con nuestro planeta, sino también un manifiesto ecologista al mismo nivel que el de los derechos civiles. Medio Planeta es lo mejor que le ha pasado a la humanidad desde que Thoreau encontró su mejor compañía en los bosques de Concord, Massachusetts, y así nos lo hizo saber en Walden (Walden; or, Life in the Woods, 1854; Errata naturae, 2013): "Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido". No obstante, la preocupación de Wilson es otra: que la Tierra se convierta en unos pocos años en un lugar inhabitable como ya ha ocurrido antes. Desde la aparición de la primera bacteria en las fosas marinas hace 440 millones de años, la Tierra se ha enfrentado a cinco extinciones masivas en los periodos Ordovícico-Silúrico, Devónico-Carbonífero, Pérmico-Triásico, Triásico-Jurásico y Cretácico-Terciario. Ahora está comenzando una nueva era de extinción que amenaza incluso la supervivencia de la humanidad. Medio Planeta, escrito con ruido y furia, como no podía ser menos, constituye el último y más brillante eslabón del padre de la biodiversidad por concienciar a la sociedad de las consecuencias dramáticas que una pérdida masiva de especies vegetales y animales tendrían para la vida en la Tierra. A sus 88 años, próximo al fin de sus días, Wilson mantiene intacta la lucidez, para suerte nuestra. Lean, lean. Y después, miren por la ventana para asegurarse de que el mundo sigue ahí.




"A menos que la humanidad aprenda mucho más acerca de la biodiversidad y actúe con rapidez para protegerla, en poco tiempo perderemos la mayoría de las especies que conforman la vida en la Tierra. [...] Una exploración biogeográfica de los hábitats principales de la Tierra muestra que una representación total de sus ecosistemas y la gran mayoría de sus especies pueden salvarse dentro de la mitad de la superficie del planeta. Con un mínimo de una mitad, la vida en la Tierra se pone a salvo. [...] Nacimos en los territorios naturales. Nuestras civilizaciones se construyeron en ellos. Nuestra comida y la mayor parte de nuestras viviendas y vehículos derivan de ellos. Nuestros dioses vivieron en medio de esas tierras. La historia no existe sin las tierras salvajes".

Edward O. Wilson, Medio Planeta


martes, 12 de septiembre de 2017

El vuelo del globo rojo

Parece que todavía falta mucho para que quede atrás el momento prolífico del escritor de Bangor, Maine, Stephen King —en octubre llegará a las librerías el final de la trilogía de Bill Hodges bajo el título Fin de guardia (End of Watch, 2016; Plaza y Janés, 2017)—, aquel que lo vio surgir a mediados de los años 70 con seis éxitos editoriales consecutivos: Carrie, El misterio de Salem’s Lot, El resplandor, El umbral de la noche, La danza de la muerte y La zona muerta. Lástima que no se pueda decir lo mismo de las adaptaciones cinematográficas de sus novelas y relatos, con la excepción de Carrie de Brian De Palma, El resplandor de Stanley Kubrick y Misery de Rob Reiner. Así y todo, esperaba más de It de Andy Muschietti, segunda adaptación cinematográfica de su novela It (Eso) [ídem, 1986] —la primera fue realizada para la televisión por Tommy Lee Wallace en 1990—, sobre un payaso que mutila y mata a los niños de un pequeño pueblo estadounidense llamado Derry. La película de Muschietti peca de un discurso algo esquemático: llega un momento en el que parece que engarce viñetas, que se reduzca a una colección de anécdotas y episodios sobre los miedos infantiles puestos en fila. En It la forma pasa a serlo todo, hasta el punto de que el concepto de fondo desaparece por completo dejando paso a un espectáculo puramente visual, en el que la filigrana se convierte no ya en la principal sino prácticamente en la única razón de la película. El substrato visual tampoco es que sea muy original; a simple vista, la película es, estéticamente hablando, una aparente mezcla de ideas extraídas de títulos como Los Goonies de Richard Donner, Super 8 de J.J. Abrams o la saga de películas de Freddy Krueger que nació con Pesadilla en Elm Street, escrita y dirigida por Wes Craven. It se reduce poco más o menos a lo de siempre y ofrecido como siempre: un artefacto terrorífico indiscutiblemente eficaz e indudablemente espectacular, pero que como obra cinematográfica no brinda nada más que rutina en sus peores momentos y corrección formal en los mejores. Si bien es de justicia reconocer que el producto resultante se revela sensiblemente superior a la mini serie de los 90. Más que una mala película, It es una película insuficiente: se contenta con apuntar algunos aspectos interesantes —en especial, la sordidez que asoma su rostro en las escenas domésticas o el tormento interior de unos personajes que son lo que son sin querer serlo— en beneficio de las consabidas secuencias pensadas para apabullar; todo lo cual, empero, no termina de interponerse en el vuelo del globo rojo como antesala de nuestras peores pesadillas.




"El payaso sostenía en una mano un manojo de globos de colores, como tentadora fruta madura. En la otra, el barquito de papel de George.
—¿Quieres tu barquito, Georgie?
El payaso sonreía. George también sonrió, sin poder evitarlo.
—Sí, lo quiero.
El payaso se echó a reír.
—¡Así me gusta! ¿Y un globo? ¿Quieres un globo?
—Bueno... sí, por supuesto —Alargó la mano pero de inmediato la retiró—. No debo coger nada que me ofrezca un desconocido. Lo dice mi papá.
—Y tu papá tiene mucha razón —replicó el payaso sonriendo. George se preguntó cómo podía haber creído que sus ojos eran amarillos, si eran de un azul brillante como los de su mamá y de su hermano Bill—. Muchísima razón, ya lo creo. Por lo tanto, voy a presentarme. George, soy el señor Bob Gray, también conocido como Pennywise el Payaso. Pennywise, te presento a George Denbrough. George, te presento a Pennywise. Ahora ya nos conocemos. Yo no soy un desconocido y tú tampoco. ¿Correcto?"

Stephen King, It (Eso)


sábado, 9 de septiembre de 2017

Ferozmente íntimos

Creo que será fácil ponernos de acuerdo en que el mayor hallazgo de Sylvia (Sylvia, 1992; Libros del Asteroide, 2017) de Leonard Michaels se encuentra, por encima incluso de la admirable precisión del estilo, en la franqueza con la que Michaels aborda su matrimonio con la desvalida, atractiva, egoísta, caótica y demencial Sylvia Bloch. He aquí una “love story”, por llamar de alguna manera a las pequeñas y mezquinas miserias de una joven pareja que vive en el Village neoyorquino de los años 60, que podría haber comenzado como el clásico de Erich Segal Love Story (1970): "¿Qué puede decirse de una chica de veinticuatro años que murió? Que era guapísima. Y muy inteligente. Que le gustaban las películas de Antonioni. Y Lenny Bruce. Y yo". Leonard, hijo de una familia judía, es un joven aspirante a escritor que trabaja como profesor ayudante de inglés en la Universidad Estatal de Paterson, en Nueva Jersey. Sylvia, huérfana de padres, esbelta y de facciones asiáticas, es una estudiante de Clásicas en Cambridge, que no tiene nada en común con él, pero... Dios los cría y ellos se juntan. Lo primero que sorprende de Sylvia es lo nimio de su argumento: la historia de un amor que termina trágicamente. Ya en el prólogo, el escritor argentino Alan Pauls advierte que "en Sylvia no hay suspenso". De aquí que el peso de las palabras, la visceralidad con la que Michaels describe, casi tres décadas después, la intimidad doméstica de su primer matrimonio (el autor se casó en cuatro ocasiones, la última con Katharine Ogden en 1995), sea tan importante: "Mantenía relaciones sexuales solo con Sylvia, en las que yo me corría sin demasiado placer y ella no se corría. Nuestro eléctrico frenesí —contorsiones, convulsiones, meneos, besos feroces— nos dejaba aniquilados y cachondos, necesitados de algún otro, de algo más. Yo me decía que no lo necesitaba, no era importante. [...]  Pero, para vergüenza mía, [...] el matrimonio con Sylvia me había inspirado un imperativo aterrador: necesitaba otra mujer". Sylvia es una novela autobiográfica en la que Michaels no trata de revivir experiencias pasadas, aflorar carencias y querencias, sino de sellar decididamente el pasado. Al igual que Quentin, el intelectual judío neoyorquino de la obra de teatro Después de la caída (1964) de Arthur Miller —donde el dramaturgo saca a escena al fantasma de Marilyn Monroe en el personaje de Maggie para exorcizar los demonios de su tormentosa relación matrimonial con la actriz—, Michaels va poco a poco fijando un retrato oval de las peleas, los celos y la infelicidad que convirtieron su matrimonio en un callejón sin salida. En algún momento nos recuerda a Miller, aunque sin su mortificante artificiosidad. Michaels es absolutamente realista. Su obra está en la línea de John Updike, John Cheever o Harold Brodkey, autores que también se enfrentaron con el infierno conyugal, sexual o vital.




"A aquella altura, peleándonos todos los días, habíamos llegado a ser ferozmente íntimos. [...]  Nada erótico había en aquel panorama y, sin embargo, a veces pasábamos de reñir a hacer el amor. No hacía falta pasaporte. Ni siquiera había un confín. El tiempo estaba fracturado, no había causa y efecto y ni siquiera una cosa llevaba a otra. Como en una metáfora, una cosa era otra. Mientras reñíamos con odio, yo quería follar y ella también. [...] Habría sido fácil dejar a Sylvia. Si hubiera sido difícil, podría haberlo hecho".

Leonard Michaels, Sylvia


jueves, 7 de septiembre de 2017

H de halcón

Confieso que mi interés por la novela de Barry Hines, Kes (A Kestrel for a Knave, 1968; Impedimenta, 2017) no era atribuible, en principio, a la novela en sí misma, sino a la adaptación cinematográfica dirigida por Ken Loach en 1969, con guión del propio Hines, Loach y Tony Garnett. ¡Con cuánta alegría debió emprender Hines, nacido en el pueblo minero de Hoyland Common en el sur de Yorkshire,  el rodaje de la película ante la oportunidad de recrear un completo microcosmo social que conoció de primera mano! Cuando Hines escribió Kes, su segunda novela —dos años antes había debutado con la autobiográfica The Blinder sobre un joven atrapado entre las oportunidades ofrecidas por la vida académica y su talento para el fútbol—, no intentaba renovar nada; quería ser, simplemente, una historia verdadera sobre la vida de un chico, Billy Casper, marcada por la miseria, el abuso y la humillación, incluso de sus profesores: "Nos hablan como si fuéramos mugre. Siempre nos tratan de idiotas y de descerebrados y de cretinos, y no dejan de mirar sus relojes para saber cuándo terminará la clase. Están hartos de nosotros y nosotros de ellos". Si François Truffaut filmó en Los cuatrocientos golpes su personal visión de la infancia, un Hines de 29 años, ex profesor de educación física, hizo lo propio en esta amarga, pero a veces tragicómica o satírica, novela sobre un chico maltratado por propios y extraños, que encuentra en el entrenamiento de un halcón —sin conocimientos previos y armado con un manual de cetrería sacado de la biblioteca de la escuela— nuevos horizontes. Billy vive con su madre y su medio hermano Jud, quienes están demasiado ocupados con sus propios problemas para tener tiempo para él. El oscuro romance que Billy mantiene con el ave le permite no sólo conocerla mejor, sino también demostrarse a sí mismo y a los demás que puede llegar a ser como ella: feroz, libre y salvaje. Ese es el mundo de soledad —pero también de libertad— que ya en la obra de Alan Sillitoe La soledad del corredor de fondo (The Loneliness of the Long-Distance Runner, 1959; Impedimenta, 2013)  se insinuaba. Romper con la familia, encerrarse en un ámbito nuevo ajeno a la afectividad.




"Son aves extrañas [...] Por eso me enloquece cuando lo saco [a Kes] y oigo a alguien decir: ‘Miren, ahí va Billy con su mascota’. Me dan ganas de gritarles. No es ninguna mascota, señor, los halcones no son mascotas. O cuando me detienen para preguntarme: ‘¿Es dócil?’. Al diablo con que es dócil. Simplemente está entrenado, eso es todo. Es feroz y salvaje y no le importa nadie, ni siquiera yo... Y por eso es genial. [...] Pueden quedarse sus conejos y sus gatos y sus periquitos parlanchines... Para mí no son nada comparados con ella". 

Barry Hines, Kes


martes, 5 de septiembre de 2017

Ese Kafka que anda por ahí

En 2008, la editorial Losada cumplió 70 años desde que fue fundada el 18 de agosto de 1938 en Buenos Aires por el madrileño de origen gallego Gozalo Losada (1894-1981), que había dejado la dirección de la sucursal de Espasa-Calpe Argentina S.A. para iniciar en solitario la aventura de editar. Para conmemorar la efeméride los actuales dueños crearon la Colección Aniversario en la que desde entonces y hasta ahora han venido publicando en bolsillo clásicos como Confusión de sentimientos de Stefan Zweig, Billy Budd, marinero de Herman Melville, Corazón de perro de Mijaíl Bulgakov, El baile de Irène Némirovsky o —y aquí quería yo llegar— La metamorfosis y otros cuentos (Die Verwandlung,1915; 1ª edición en esta colección: 2010) de Franz Kafka, con traducción y prólogo de Jorge Luis Borges. Parece que algunos (los que hacen y deshacen) todavía no se han enterado que Borges nunca tradujo La metamorfosis, a pesar de ser una de las versiones en español más difundidas de la obra de Kafka. No dudo de que Borges sea la alegría de la huerta editorial, pero no todo es Borges ahí fuera. Quién destapó el asunto fue el escritor y crítico literario Fernando Sorrentino en un artículo titulado El kafkiano caso de la Verwandlung que Borges jamás tradujo, publicado en Espéculo: Revista de Estudios Literarios, nº10, 1998-1999. Sorrentino había comprado el libro con la traducción de Borges en 1962; era la cuarta edición del texto publicado por Losada en 1938. Después de la primera lectura, hubo una segunda, una tercera, y a medida que fue acumulando años y más lecturas decidió un día hacer público su descubrimiento: "En primer lugar, la simple lectura me indicaba dos cosas: 1) la traducción no pertenecía a Borges, y 2) tampoco pertenecía a ningún traductor argentino: había una importante cantidad de rasgos que la ubicaban como perteneciente a un traductor español, y de gustos quizás un poco anticuados. Por ejemplo: Uso de pronombres enclíticos: encontróse hallábase; sentíase; infundióle; díjose".




En 1974, cuando Sorrentino tuvo la oportunidad de entrevistar al autor de Historia universal de la infamia para el libro Siete conversaciones con Borges (El Ateneo, 1996) no quiso desaprovechar la ocasión para preguntarle sobre el asunto que más le interesaba en ese momento. "Me pareció notar en su versión de La metamorfosis de Kafka que difiere de su estilo habitual", comentó Sorrentino como si fuera la cosa más natural del mundo. A lo que Borges respondió: "Bueno: ello se debe al hecho de que yo no soy el autor de la traducción de ese texto. Y una prueba de ello, además de mi palabra, es que yo conozco algo de alemán, sé que la obra se titula Die Verwandlung y no Die Metamorphose, y sé que hubiera debido traducirse como La transformación. Esa traducción ha de ser —me parece por algunos giros— de algún traductor español. Lo que yo sí traduje fueron los otros cuentos de Kafka que están en el mismo volumen publicado por la editorial Losada. Pero, para simplificar —quizá por razones meramente tipográficas—,  se prefirió atribuirme a mí la traducción de todo el volumen, y se usó una traducción acaso anónima que anda por ahí". En época más reciente, Sorrentino descubrió que tampoco "los otros cuentos" —reeditados por Losada en la Colección Aniversario con el título Relatos completos I (2009)— fueron traducidos por Borges, sino que, al igual que La metamorfosis, aparecieron publicados por primera vez en la Revista de Occidente, dirigida por José Ortega y Gasset, sin mención del traductor, en el número XXIV, págs. 273-306, 1925 (La metamorfosis, 1ª parte); número XXV, págs. 33-79, 1925 (La metamorfosis, 2ª parte); número XXV, págs. 204-219, 1927 (Un artista del hambre); número CXIII, págs. 209-213, 1932 (Un artista del trapecio). Esa no se la esperaban, ¿eh? La verdad, yo tampoco me lo esperaba. Éstas cosas son un bajón, lo sé. Pero siempre nos quedará Orlando de Virginia Woolf, en la traducción de Jorge Luis Borges —por encargo de Victoria Ocampo, directora de la editorial Sur—, publicada en 1937, nueve años después de la primera edición inglesa.


sábado, 2 de septiembre de 2017

Buscándole las sombras a Thomas Hardy

Lo mejor que le podía pasar a Thomas Hardy en España es encontrar a Catalina Martínez Muñoz, quien ha traducido con dedicación, esmero y auténtico amor a las palabras dos de sus novelas más célebres, Lejos del mundanal ruido (Far from the Madding Crowd, 1874; Alba editorial, 2002) y, más recientemente, prácticamente a estrenar, Tess de los d'Urberville (Tess of the d'Urbervilles, 1891; Alba editorial, 2017). También ha traducido la novela Invierno (Winter, 2014; Gatopardo, 2017) de Christopher Nicholson, sobre la particular amistad que Hardy y su segunda mujer Florence Emily Dugdale —que había sido su secretaria— mantuvieron con la joven actriz Gertrude Bugler, con motivo de la primera adaptación teatral de Tess de los d'Urberville. Pero a lo que iba. Gracias a Martínez Muñoz —y al sello catalán Alba, por supuesto—, Hardy cambió de lectores y hasta de registro, pues en la última edición en rústica publicada de Tess de los d'Urberville —en BackList (del Grupo Planeta), 2012—, la novela aparecía con el título abreviado, Tess, y el dibujo de una chica quitándose las bragas en la portada. Así, como lo oyen, o mejor dicho, lo leen. No es de extrañar que muchas lectoras de Cincuenta sombras de Grey que compraron la novela de Hardy persuadidas por la frase de la faja editorial ("Es la trágica historia de una hermosa mujer y parte de mi inspiración para Cincuenta sombras de Grey." E. L. James) se sintieran defraudadas. No creo que haga falta decir que la novela erótica-festiva de James no tiene nada que ver con el folletín (y a mucha honra) trascendental y torrencial de Hardy. Para el que no haya leído Tess de los d'Urberville, que vaya corriendo como alma que lleva el diablo a hacerlo y después hablamos. En Tess de los d'Urberville, cada giro argumental, cada desafío narrativo, violentan al lector confrontándolo con la absoluta impavidez de su heroína, que combate su trágica circunstancia vital casi desde la asepsia emocional, incluso desde cierto masoquismo autoinflingido. Hay muchos lances en la novela de Hardy que podrían haber dado lugar a un discurso más sólido sobre la belleza y la humanidad en medio de la crueldad arbitraria de la Inglaterra rural —aunque aquí hay que aclarar que no estamos ante una novela campestre—, pero eso creo que sería pedirle a Tess de los d'Urberville que fuera una novela distinta a la que es. En Tess de los d'Urberville, el amor de Alec d'Urberville por Tess Duberyfield, y el de Tess por Angel Clare, se convierte en un campo de batalla donde nadie gana, aunque unos pierden más, muchísimo más, que otros. Larga, larguísima vida a Tess de los d'Urberville en la nueva traducción de la incansable Catalina Martínez Muñoz, aunque ella a veces diga que se cansa.




"Digamos que me canso: de la prosa burocrática, de las conversaciones estériles con gente que no sabe, que no quiere escuchar, que se niega a entender, que nos niega la razón. Me canso de pensar en el peso físico de las palabras en lugar de en su peso simbólico, en su textura, en su sonoridad, en su belleza. De escribir una palabra y decir 0,4. Y decir miseria. Me canso sobre todo de este mundo en el que nadie responde de nada, en el que la responsabilidad se diluye poco a poco en los laberintos verticales del poder económico, por los que resulta peligroso adentrarse, por los que es preferible no transitar. Nadie es responsable. Y mientras unos (nosotros) siguen entrelazando signos (con destreza), bordándolos (con mimo), dibujándolos (con pulcritud), creándolos (con amor), escupiéndolos (con rabia), vomitándolos (con desesperación), para, con la parsimonia de un humilde caracol, prolongar día tras día unos cientos de metros más ese camino que consta de palabras y oraciones y párrafos y capítulos y libros que es preciso reescribir para que otros consuman y a veces (tan pocas, cada vez menos) disfruten, se ennoblezcan, ellos (¿quiénes son ellos?), los otros, construyen invisibles telas de araña desde las alturas. A gran distancia del suelo dictan, organizan, planifican, deciden, imponen, señalan, hacen y deshacen".

Catalina Martínez Muñoz, Saber dónde pisamos
 (El Trujamán: Revista Diaria de Traducción)