miércoles, 30 de agosto de 2017

La rentrée en 4 3 2 1...

Cuatro son las novedades editoriales que llaman mi atención de la rentrée de otoño.


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En nuestro país se conoce poco la obra de Leonard Michaels (1933-2003) y parece que sigue habiendo escaso interés en saber más sobre el autor americano, hijo de padres judíos, a pesar de tener publicados aquí dos magníficos libros, Luna de miel (Honeymoon [A Girl With a Monkey: New and Selected Stories], 2000; Nórdica, 2011) y Los cuentos (The Colleted Stories, 2007; Lumen, 2010). No se crea por ello que Libros del Asteroide haya dado muestras de querer arrojar la toalla, sino que, por el contrario, ha dejado claro que presentará batalla en septiembre con Sylvia (Sylvia, 1992), novela autobiográfica que arranca con uno de esos comienzos de los que todos hubiéramos querido ser los autores: "En 1960, después de seguir dos cursos de doctorado en Berkeley, volví a Nueva York sin un título, sin la menor idea de lo que haría y con el único deseo de escribir relatos". Como señala Alan Pauls en el prólogo, Sylvia es "la versión estilizada del primer, catastrófico matrimonio" del autor —con la inestable Sylvia Bloch, quien acabó suicidándose, víctima de su propia paranoia—, en el que la realidad de las diferencias personales se impone a la ensoñación del enamoramiento, y la magia del primer momento se esfuma tan rápido como llegan los celos, la depresión y la locura.




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La trilogía de Kate y Baba de la escritora irlandesa Edna O’Brien, compuesta por Las chicas de campo (The Country Girls, 1960), La chica de los ojos verdes (The Lonely Girl, 1962) y Chicas felizmente casadas (Girls in Their Married Bliss, 1964) se convirtió en un inesperado éxito de ventas desde el mismo momento en que se publicó en su país. La trilogía de las dos amigas irlandesas llegó a España en 2013, de la mano de la editorial Errata naturae, manteniendo incólumes el éxito y el encanto de la prosa original en la meritoria traducción de  Regina López Muñoz. Un lugar pagano (A Pagan Place, 1970; Errata naturae, 2017), el esperado regreso de O’Brien a las librerías españolas, arroja algo más de luz sobre la infancia y juventud de la autora en la Irlanda rural de los años treinta y cuarenta. Un lugar pagano se convirtió en la obra clave para que O’Brien pasara de ser una escritora de éxito, a constituirse en escritora de prestigio. Con un gran respeto y piedad por sus personajes, O’Brien plasma esas vidas desde la observación realista de la cotidianidad que anuncia la cita de Bertolt Brecht que abre el libro: "Llevo un ladrillo sobre el hombro para que el mundo sepa cómo era mi casa". Leer a O’Brien es como escuchar crecer la hierba.




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Gracias a la editorial argentina Mardulce podemos disfrutar en España de La galaxia caníbal (The Cannibal Galaxy, 1983), una de las primeras novelas de la escritora americana de origen judío Cynthia Ozick, de la que también ha publicado Los papeles de Putermesser (The Puttermesser Papers, 1997; 2014) y Metáfora y memoria (Metaphor & Memory, 1989; 2016), que se suman a los ya publicados por Lumen: Los últimos testigos (Heir to the Glimmering World, 2004; 2006), Cuerpos extraños (Foreign Bodies, 2010; 2013), Cuentos reunidos (Collected Stories, 2007; 2015) y El chal (The Shawl, 1989; 2016). Al igual que en sus novelas posteriores y relatos, en La galaxia caníbal Ozick se ocupa de los inmigrantes judíos supervivientes del Holocausto en los Estados Unidos a través de la vida de Joseph Brill, director de una escuela primaria del Medio Oeste, que ha emigrado desde Francia algunos años después de terminar la Segunda Guerra Mundial. Durante la guerra Brill estuvo oculto en un sótano, donde devoró la biblioteca de un sacerdote excéntrico. Si hay belleza en La galaxia caníbal, no es en un sentido convencionalmente estético; ésta surge a partir de su fuerza moral.




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En su última novela, 4 3 2 1 (4 3 2 1, 2017; Seix Barral, 2017) Paul Auster vuelve a Nueva York, si es que alguna vez se fue. Gozamos a estas alturas de perspectiva suficiente como para constatar que estamos ante su obra más ambiciosa y personal. Perspectiva para apreciar que no sobra ni una sola de sus 957 páginas —aunque hay quien ya ha sacado las tijeras de podar—, que bastan para desmentir la opinión equivocada de que Auster es un escritor sin preocupaciones de estilo. El título de la novela hace referencia a las cuatro vidas de un personaje, Ichabod (Archie) Ferguson o, lo que es lo mismo, a cuatro personajes diferentes que comparten el mismo nombre, los mismos padres, el mismo lugar y fecha de nacimiento: el 3 de marzo de 1947. El azar y las coincidencias, como es habitual en el autor de El libro de las ilusiones, mueven muchos resortes que no voy a revelar aquí para no arruinar el disfrute de la lectura. Más que una obra de plenitud (esperamos muchas más novelas como ésta), 4 3 2 1 tiene la apariencia de ser una muestra de resistencia contra el tiempo. Éste es Auster escribiendo sobre aquello que ha hecho de él uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.




"Según la leyenda familiar, el abuelo de Ferguson salió a pie de Minsk, su ciudad natal, con cien rublos cosidos en el forro de la chaqueta, y pasando por Varsovia y Berlín viajó en dirección oeste hasta Hamburgo, donde sacó billete en un buque llamado The Empress of China, que cruzó el Atlántico entre agitadas tormentas invernales y entró en el puerto de Nueva York el primer día del siglo xx. Mientras esperaba la entrevista con un agente de inmigración en la isla de Ellis, entabló conversación con otro judío ruso. Su compatriota le dijo: Olvida el apellido Reznikoff. Aquí no te servirá de mucho. Necesitas un nombre americano para tu nueva vida en América, algo que suene bastante en este país. Como en 1900 el inglés aún era una lengua extraña para él, Isaac Reznikoff pidió una sugerencia a su compatriota, mayor y con más experiencia. Diles que te llamas Rockefeller, le contestó aquel hombre. Con eso no puedes equivocarte. Pasó una hora, luego otra, y cuando el Reznikoff de diecinueve años se sentó para que lo interrogara el agente de inmigración, había olvidado el nombre que su compatriota le había sugerido. ¿Cómo se llama?, preguntó el agente. En su frustración, el cansado inmigrante soltó en yidis: Ikh hob fargessen! (¡Se me ha olvidado!). Y así fue como Isaac Reznikoff empezó su nueva vida en Estados Unidos con el nombre de Ichabod Ferguson". 

Paul Auster, 4 3 2 1


sábado, 26 de agosto de 2017

Perseguido por demonios

Así tituló el escritor y periodista Gordon Bowker su biografía sobre el autor de Bajo el volcán. Y no es para menos, ya que, además de su alcoholismo galopante, de sus dos matrimonios (con Jan Gabrial y Margerie Bonner), del consumo de antidepresivos y del incendio de su cabaña frente al océano Pacífico el 7 de junio de 1944, Malcolm Lowry tuvo que hacer frente a la pérdida de algunos de sus manuscritos, en concreto el de su primera novela, Ultramarina (Ultramarine, 1933, Tusquets, 2004), que consiguió recuperar gracias a la copia que un amigo había pasado a máquina, y Rumbo al Mar Blanco (In Ballast to the White Sea, 2014), del que hasta ahora existían algunos pequeños pedazos de papel con los bordes quemados, conservados en la Universidad de la British Columbia. La pérdida de esta novela fue un duro golpe para Lowry, pues había estado trabajando en ella durante una década. Rumbo al Mar Blanco fue incluido por Giorgio Van Straten en su Historia de los libros perdidos, aquellos que "el autor escribió, aunque en alguna ocasión no llegó a terminarlos; libros que alguien vio, tal vez incluso leyó, y que luego fueron destruidos y nunca más se supo de ellos". En la Historia de Van Straten, Rumbo al Mar Blanco ocupa un lugar de (des)honor junto a las Memorias de Lord Byron (destruidas por su hermanastra Augusta Leigh y su amigo John Cam Hobhouse), el manuscrito de El Mesías de Bruno Schulz (perdido en el campo de concentración de Drohobycz) y la novela inédita Double Exposure de Sylvia Plath (que supuestamente destruyó su marido el poeta Ted Hughes, o tal vez se encuentre entre los materiales inéditos de Plath que éste donó a la Universidad de Georgia y que no podrán ser consultados hasta 2022). Sea como sea, el caso es que Rumbo al Mar Blanco ya no se puede considerar un libro perdido. Durante cuarenta años una copia en papel carbón de esta novela permaneció oculta en la casa de la ex suegra de Lowry, la madre de su primera mujer, Jan Gabrial (1911-2001), quien decidió sacarla de su escondite después de la muerte de Margerie Bonner (1905-1988), con la que mantuvo una larga disputa por el legado literario del autor. Ahora ve la luz en España en la editorial Malpaso, en traducción de Ignacio Villaro. En la dedicatoria pone: A Jan Gabrial. Tal vez fuera ésta la causa oculta de que la novela permaneciera perdida, pero, en cualquier caso, tenemos que agradecerle el habernos dado la posibilidad de disfrutar de su lectura. No sé que hubiera dicho Lowry de todo esto. Él nunca se recuperó de esa pérdida que hoy sabemos no fue tal. Perseguido por demonios y mujeres enfrentadas entre sí, murió el 26 de junio 1957.




"Ocho meses como mozo carbonero de un buque de carga antes de entrar en la universidad, por mucho que le hubiera podido quemar, por mucho que pudiera haber sido (que por fuerza fuera) más revelador del orden social de lo que pueda expresarse con palabras, no le habían servido al parecer más que para convencerle de lo que ya sabía y todo el mundo sabe: que la vida era tan profunda e infinitamente terrible y misteriosa como el mar. Y cuando volvió, lleno de quemaduras, delgado, endurecido e insomne como estaba al principio, fue únicamente para descubrir que su hermano Tor, quedándose en casa, había alcanzado una mayor madurez que él".

Malcolm Lowry, Rumbo al Mar Blanco




martes, 22 de agosto de 2017

Douglas Adams que estás en los cielos

El escritor argentino Macedonio Fernández, ese que muchos creyeron erróneamente que era una invención de Borges como el supuesto autor simbolista Pierre Menard, dijo en una ocasión que "la obra perfecta es la obra en realización, no la obra concluida, de modo que la novela será para el lector más como un lento venir viniendo que una llegada". Así fue como el escritor inglés Douglas Adams concibió su tronchante "trilogía en cinco partes" formada por Guía del autoestopista galáctico, El restaurante del fin del mundo, La vida, el universo y todo lo demás, Hasta luego, y gracias por el pescado e Informe sobre la Tierra: fundamentalmente inofensiva, de la que la editorial Anagrama publicará en septiembre en un volumen los tres primeros libros bajo el título Los autoestopistas galácticos, al que esperamos se sume muy pronto un segundo volumen con los restantes libros, incluido el sexto título de la trilogía, Y una cosa más..., escrito por Eoin Colfer en 2009. Guía del autoestopista galáctico (The Hitchhiker's Guide to the Galaxy, 1979) fue originariamente una novela radiofónica, cuyo éxito sorprendió al propio Adams y ya no le abandonó hasta su muerte repentina en 2001, a los 49 años, truncando su sueño de convertir la primera novela de la saga galáctica en una película —Garth Jennings la llevó al cine en 2005— y ascender a los cielos de Hollywood. No obstante, Adams consiguió llegar más alto que cualquier estrella de cine. Me explico: la Unión Astronómica Internacional le puso su nombre a un pequeño asteroide que orbita a 358 millones de kilómetros del sol: 2001 DA42 (el año de su muerte, sus iniciales y la respuesta a la gran pregunta de la vida, el universo y todo los demás: 42). Guía del autoestopista galáctico, que cuenta entre sus usuarios desde el astrofísico Stephen Hawking hasta el ex Beatle Paul McCartney, narra las aventuras de Arthur Dent, un tipo corriente, de esos que no llaman excesivamente la atención, hasta que un jueves, "casi dos mil años después de que clavaran a un hombre a un madero por decir que, para variar, sería estupendo ser bueno con los demás", ve cómo su casa es derribada por el ayuntamiento para construir una vía de circunvalación. Por si fuera poco, la Tierra también está apunto de ser demolida por una raza alienígena que tiene la intención de realizar en su lugar una autoestopista interestelar. Ningún libro necesita de una advertencia previa, pero si Guía del autoestopista galáctico necesitase alguna, sería ésta: no olviden la toalla.




"La Guía del autoestopista galáctico tiene varias cosas que decir respecto a las toallas. Dice que una toalla es el objeto de mayor utilidad que puede poseer un autoestopista interestelar. En parte, tiene un gran valor práctico: uno puede envolverse en ella para calentarse mientras viaja por las lunas frías de Jaglan Beta; se puede tumbar uno en ella en las refulgentes playas de arena marmórea de Santraginus V, mientras aspira los vapores del mar embriagador; se puede uno tapar con ella mientras duerme bajo las estrellas que arrojan un brillo tan purpúreo sobre el desierto de Kakrafun; se puede usar como vela en una balsa diminuta para navegar por el profundo y lento río Moth; mojada, se puede emplear en la lucha cuerpo a cuerpo; envuelta alrededor de la cabeza, sirve para protegerse de las emanaciones nocivas o para evitar la mirada de la Voraz Bestia Bugblatter de Traal (animal sorprendentemente estúpido, supone que si uno no puede verlo, él tampoco lo ve a uno; es tonto como un cepillo, pero voraz, muy voraz); se puede agitar la toalla en situaciones de peligro como señal de emergencia, y, por supuesto, se puede secar uno con ella si es que aún está lo suficientemente limpia".

Douglas Adams, Guía del autoestopista galáctico


sábado, 19 de agosto de 2017

La ciudad que cogió el rumbo equivocado

Hacía tiempo que no leía una novela sobre el mundo del cine desde dentro, desde fuera, desde arriba, desde abajo, de lejos, de cerca, de media distancia, como Zeroville (Zeroville, 2007; Pálido Fuego 2015) del escritor y crítico de cine Steve Erickson, cuya adaptación cinematográfica dirigida e interpretada por James Franco aún espera estreno en España. Zeroville ocupa ya por derecho propio un lugar en el Olimpo de las novelas que muestran las entrañas de la meca del cine. A pesar de ilustres antecedentes como El último magnate de Francis Scott Fitzgerald, Como plaga de langosta de Nathaniel West, Luces de Hollywood de Horace McCoy, El desencantado de Budd Schulberg o Parpadeo (Flicker, 1991) de Theodore Roszak —que la editorial Pálido Fuego publicará en septiembre—, Erickson consigue aplicar una original vuelta de tuerca a tan clásico asunto con un protagonista que es el equivalente al Travis Bickle de Taxi Driver de Martin Scorsese. En 1969, Ike Jerome, apodado Vikar, abandona su Pensilvania natal con destino a Hollywood —antes hace una parada por el camino para afeitarse la cabeza y tatuarse un primer plano de Elizabeth Taylor y Montgomery Clift en Un lugar en el sol— sin saber muy bien si Hollywood existe o no. Aunque se siente inclinado a creer que sí, en sus primeras horas en Los Ángeles le llama la atención que no haya estrellas de cine caminando por Hollywood Boulevard, pero, sobre todo, que haya “gente incapaz de reconocer la diferencia entre Montgomery Clift y James Dean, incapaz de reconocer la diferencia entre Elizabeth Taylor y Natalie Wood”. La novela de Erickson se abre con una cita del director Josef Von Sternberg: "Creo que el cine ya estaba aquí desde el comienzo del mundo". También el cine está en la cabeza de Vikar desde siempre, o al menos desde que vio su primera película, James Bond contra Goldfinger de Guy Hamilton, y dejó el seminario por el cine con la intención de convertirse en "un Hijo de las Estrellas embrionario, quizá divino. [...] Los vestigios de una infancia previa le abandonan como dimensiones. Vikar se dice, he encontrado un lugar donde Dios no mata a los niños sino que Él mismo es un Niño". En Zeroville no hay trucos de guión, ni giros inesperados, ni sobresaltos, sólo un hombre que al igual que Taylor y Clift busca su lugar en el sol mientras hace un repaso por las películas de su vida.



"Todas las películas de Los Ángeles son la misma película, piensa Vikar por la noche mientras montado en el autobús se adentra en la ciudad que cogió el rumbo equivocado, donde no hay amor sino mera obsesión".

Steve Erickson, Zeroville


martes, 15 de agosto de 2017

Nueva York se multiplica cuando no miras

No es cierto que Nueva York, en todas las lenguas, signifique oportunidad. Pero resulta innegable que hay todo un imaginario creado por la literatura y el cine sobre Nueva York, desde los cuentos de O’Henry situados en el bajo del West Side (La habitación amueblada) a las novelas de Paul Auster (Ciudad de cristal, Fantasmas, La habitación cerrada), pasando por las películas de Woody Allen (Annie Hall, Manhattan), y, en cambio, apenas hay alguno dedicado a Augusta, la capital de Maine, a no ser por algunas novelas de Stephen King y John Irving, situadas en este estado ubicado en la región noreste de Estados Unidos. Tras los atentados de Nueva York del 11 de septiembre de 2001 se multiplicaron por cien los libros dedicados a glosar la rica vida de la ciudad de los rascacielos, entre ellos El coloso de Nueva York (The Colossus of New York, 2003), de Colson Whitehead, que Literatura Random House reeditará en septiembre coincidiendo con la publicación en la misma editorial de su última novela El ferrocarril subterráneo (The Underground Railroad, 2016), galardonada con el premio Pulitzer 2017. En octubre también llegará a las librerías la reedición de su novela Zona Uno (Zone One, 2011; Destino, 2017), ambientada en un Nueva York postapocalíptico, que nada tiene que ver con el terrorismo sino con los zombis. Whitehead escribió El coloso de Nueva York como homenaje a la ciudad en la que nació en 1969, pero también para deshacer algunos malentendidos: "Los libros de historia y los documentales televisivos están siempre tratando de proporcionarte todo tipo de datos acerca de Nueva York. Que Canal Street había sido un canal. Que el parque Bryant era un embalse. Paparruchas. Yo he estado en Canal Street y la única vez que vi correr un río por allí fue durante el último reventón. No escuches nunca lo que la gente te cuente de Nueva York, porque si no lo presencias, no forma parte de tu Nueva York y lo mismo daría que fuera Jersey. [...] La ciudad de Nueva York en que tú vives no es mi ciudad de Nueva York; ¿cómo podría serlo? Este lugar se multiplica cuando no miras". ¿Auténtica memoria del barrio? No diré que no. Es lo primero que he pensado leyendo: "Eres neoyorquino cuando lo que estaba antes es más real y está más vivo que lo que hay ahora". Para Whitehead no hay otra ciudad como Nueva York. No sólo porque Nueva York cambia cada minuto, sino también porque sólo confiará sus secretos a quien éste dispuesto a darle el tiempo que necesita. 




"Yo estoy aquí porque nací aquí y en consecuencia no sirvo para ningún otro sitio, pero tú no sé. Quizá también seas de aquí y antes o después descubriremos que vivíamos a una manzana de distancia y ni siquiera lo sabíamos. O quizá te mudaste hace un par de años por cuestiones de trabajo. Quizá estudiabas aquí. Quizá viste el panfleto. La ciudad ha dedicado una cantidad considerable de tiempo y de dinero en prepararlo, con todo el conjunto de películas, programas televisivos y canciones... la idea esa de que ‘Aquí puedes conseguirlo’. La ciudad también ha dedicado muchos esfuerzos para que tu población natal parezca de lo más sosa y pequeña, solo por si acaso alguna vez te preguntaras por qué a veces resulta una lata regresar a ella”.

Colson Whitehead, El coloso de Nueva York


sábado, 12 de agosto de 2017

La negra noche del alma humana

En una conversación mantenida por Gabriel García Márquez con Carlos Fuentes y William Styron, en la casa de este último en Martha’s Vineyard, Massachusetts, en 1994, García Márquez dijo que uno escribe lo que le gustaría leer y lee lo que le hubiera gustado escribir, y que en su caso ese libro era El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. Fuentes se decantó por ¡Absalón, Absalón!, de William Faulkner, y Styron por Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Fue lo único que trascendió de aquella velada en la que también estuvo Bill Clinton, entonces presidente de Estados Unidos, que renunció a contestar a la pregunta que él mismo había formulado: "¿Qué libro le hubiera gustado escribir?". Si me hubieran hecho a mí la pregunta, habría respondido: La decisión de Sophie (Sophie's Choice, 1979), de William Styron, reeditada por Navona en la colección Los ineludibles. Por algún motivo que ahora no puedo recordar, el libro cayó en mis manos en 1983 o 1984, en la edición publicada por Grijalbo —hoy descatalogada— y lo leí de una sentada: cerca de ochocientas páginas de letra menuda. No hice otra cosa que leer y leer aquel largo fin de semana. La decisión de Sophie cambió el curso de mi vida: me inculcó el deseo de escribir. Seguramente llevado por la voz del narrador, un joven sureño aspirante a escritor que se instala en Nueva York, donde pronto traba amistad con una excéntrica pareja formada por un biólogo molecular judío y una mujer polaca: "Llamadme Stingo, que es el apodo con que se me conocía por aquellos tiempos, menos cuando no me llamaban de ningún modo. [...] A mis veintidós años, luchando por convertirme en escritor, de la clase que fuera, me encontraba con que el ardor creativo que dos años antes me había casi consumido con esplendorosa e implacable llama, había ido vacilando, debilitándose poco a poco hasta quedar reducido a una tenue lucecita que apenas brillaba en mi pecho, o en cualquier otro lugar donde hubieran residido mis más ávidas aspiraciones". Stingo encuentra en Sophie Zawistowski el ardor creativo apagado: reconstruirá su pasado, desde su confortable vida familiar en Cracovia hasta su internamiento en Auschwitz, donde, en una muestra de crueldad extrema, las autoridades del campo de concentración la obligan a tomar una drástica decisión. Adorno habló de la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, pero no dijo nada de la novela. La decisión de Sophie demuestra que se puede escribir ficción sin alejarse de la realidad, incluso hacerla propia, como hizo Styron en esta novela sobre “la negra noche del alma humana”.




"Algún día comprenderé Auschwitz. Era una afirmación muy valiente pero inocentemente absurda. Nadie comprenderá nunca Auschwitz. Lo que habría podido escribir al respecto con más cuidado y exactitud hubiera sido: ‘Algún día escribiré sobre la vida y la muerte de Sophie, y con ello quizás ayude a demostrar que el mal absoluto no se extinguió jamás en el mundo’. Auschwitz mismo sigue siendo inexplicable. La síntesis más profunda que se ha hecho hasta ahora sobre Auschwitz no fue en absoluto una afirmación, sino una respuesta.
PREGUNTA: Dígame, en Auschwitz, ¿dónde estaba Dios?.
RESPUESTA: ¿Y el hombre, dónde estaba?".  

William Styron, La decisión de Sophie


miércoles, 9 de agosto de 2017

Vida de este chico

Hablar de Guillaume Dustan (1965-2005) significa hablar de una de las propuestas narrativas más excitantes surgidas a mediados de los noventa en Francia. Para algunos, Dustan fue el mejor escritor de su generación. Michel Houellebecq se enamoró de su obra nada más leer su primer libro autobiográfico, En mi cuarto (Dans ma chambre, 1996), reeditado por Reservoir Books a finales del año pasado. Dustan, cuyo verdadero nombre era William Baranés, creció en el seno de una típica familia judía de París hasta que un buen día decidió hacer saltar por los aires la tranquilidad familiar revelando que era seropositivo, drogadicto y homosexual. Con estas credenciales era imposible que su nombre no brillara como una supernova cuando En mi cuarto llegó a las librerías francesas despertando la admiración de unos y la animadversión de otros (algunos de ellos de la propia comunidad LGTB) por retratar en su libro los aspectos más sórdidos del modo de vida homosexual. Por si esto fuera poco, en su segundo libro, Esta noche salgo (1997), de alto contenido autobiográfico como el primero, confesó que practicaba el barebacking o bareback (generalmente conocido como la ruleta rusa del sida: sexo a pelo o sin protección) en las discotecas de ambiente gay de París. Si uno fuera capaz de imaginarse a Salinger como un semental desesperado por follar, o si se pudiera rescatar al Bret Easton Ellis de Las leyes de la atracción y despojarlo de vanidad, entonces podríamos trazar un boceto aproximado del formidable escritor que pudo haber sido Dustan si la muerte no le hubiera llegado tan temprano. En una conversación mantenida con Houellebecq, aparecida en la revista Technikart en 2000, Dustan reveló un poquito más —apenas se guardó nada en sus libros— sobre sí mismo: “Para ser seropositivo desde hace diez años y seguir vivo, hay que amar la vida. Es cierto que la idea de mortalidad es insoportable. Es por eso por lo que vamos a las discotecas y tomamos drogas. Cuando uno está bajo hipnosis, se olvida que va a morir”. Al igual que el VIH, la palabra sexo surge una y otra vez a lo largo de la conversación entre Houellebecq y Dustan: “Hacer el amor es uno de los pocos momentos en que uno está obligado a ser uno mismo. Nos construimos, nos descubrimos”. El problema está, según Dustan, en que la mayoría de “los hombres han sido educados para no ser penetrados. No saben tomar el mundo dentro de ellos y brindar placer al mundo”.




"La gente noctámbula es la más civilizada de todas. La más difícil. Todos prestan más atención a su conducta que en un salón aristocrático. No se habla de cosas obvias en la noche. No se habla del curro, ni de dinero, ni de libros, ni de discos, ni de películas. Solamente se actúa. La palabra es acción. El ojo al acecho. El gesto cargado de sentido”. 

Guillaume Dustan, En mi cuarto


miércoles, 2 de agosto de 2017

El espacio blanco entre usted y yo

El lunes pasado, apenas veinticuatro horas antes de que se conociese la noticia de la muerte de Jeanne Moreau, había visto en vídeo la película de Josée Dayan Cet amour-là (Ese amor, 2001), donde la actriz francesa encarna a  la escritora y cineasta Marguerite Duras. Moreau  trabajó a las órdenes de Duras en Nathalie Granger e India Song, película en la que prestó su voz grave y envolvente para la canción principal, compuesta por el músico argentino Carlos d’Alessio, "especialista en construir músicas falsas para sentimientos verdaderos", según el crítico Ramón de España. Por más que el personaje de Catherine en Jules y Jim de François Truffaut fue la base sobre la que Moreau sentó la base de su carrera cinematográfica, la Duras de Moreau es una de sus grandes interpretaciones: una mujer sin escrúpulos que es capaz de obviar la felicidad de su amante, treinta y ocho años menor que ella, con el fin de lograr un amor egoísta, “ese amor” del título de la película, basada en el libro autobiográfico de Yann Andréa. Es difícil reconocer en “Ese amor” a la autora de El amante en sus últimos años; más que sobrevivir a su propio personaje de nínfula adolescente, lo utilizó para tomar impulso y acabar haciendo lo que le vino en gana, ya fuese emborracharse hasta perder la conciencia, encerrada en su piso de la rue Saint-Benoît, número 5, de París, o liarse con un estudiante de filosofía, Yann Andréa, a quien convirtió en su secretario, su albacea, su chófer, su enfermero y su amante. Yann Andréa puso un precipitado, elegíaco epílogo a la vida de Duras, que no soportaba "la separación entre las palabras, el espacio blanco entre usted y yo". En el guión de la película Hiroshima mon amour, Duras escribió: “Devórame. Defórmame hasta la fealdad”. Eso fue lo que hizo ella con Yann Andréa, que respondía al nombre de Yann Lemée. Pero Duras decidió cambiárselo para mejorar el sonido: "Suprime mi apellido paterno. Mantiene el nombre de pila, Yann. Y añade el nombre de pila de mi madre: Andréa. Seguramente, elige el nombre de mi madre debido a la vocal repetida, a la a, a la asonancia. Dice: con este nombre, puede usted vivir tranquilo, todo el mundo lo recordará, imposible olvidarlo". Ella es así. Lo que no le gusta, lo cambia, sin que nadie se lo impida, y él menos que ninguno.




"No podíamos dejarnos. Yo no podía dejarla. Ella no podía dejarme. Estábamos siempre a punto de hacerlo. Dejarnos. Yo, cuando ya no podía vivir aquel infierno con ella, me iba a ese hotel cerca de la estación de Austerlitz, me escondía allí durante unos días. Salía por la noche a beber cervezas en el bar de la estación, mezclado con los viajeros, las maletas, nadie me ve, nadie va a buscarme allí entre la multitud que espera los trenes. Quiero beber una última cerveza antes de ir al hotel y matarme. Es la última noche. Dentro de unas horas estaré muerto. No me muevo de aquí, más cervezas, empiezo a estar borracho. [...] Me tomo una última cerveza y me voy a la habitación. No me muero. La tercera noche telefoneo. Ella viene. Todo vuelve a empezar". 

Yann Andréa, Ese amor